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Casi angeles:La isla de Eudamon 2 |
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—¿Por qué no? —ya se enojó Cielo. —Primero porque para mí un niño tiene que ser niño. Los chicos en la escuela, y los adultos en el trabajo. De ninguna manera permitiría que mis purretes trabajen. Todos los chicos de la Fundación se miraron, intentando que sus caras no reflejaran el odio y la indignación que les producía oírlo hablar así, con tanta falsedad y descaro. —No sería un trabajo —explicó Nico—. Sería un juego, una diversión; cantar, bailar, y de paso juntar dinero. —Hacer cualquier cosa, por dinero, es trabajar. Quiero que ellos estudien y no se preocupen por eso. Ya demasiado sufrieron para que ahora estén pensando en dinero. Además, quiero decirles que ya estoy resolviendo las dificultades; me está por entrar una partida del Ministerio y, además, cuando vos y Malv se casen, ella va a recibir una parte de la herencia, y seguramente Malv no te lo dijo porque es muy humilde, pero ella, generosamente, me dijo que va a donar la mitad a la Fundación. Malvina casi se atraganta. Por supuesto que ella contaba con la herencia y que la compartiría con Barti, pero de ninguna manera le iba a dar un solo peso a esos mocosos. Iba a aclararle a Barti que tal vez se había confundido, pero Justina le apretó una rodilla, indicándole que se mantuviera callada, y Malvina comprendió que era otro acting de su hermano. —Eso es genial —dijo Nico mirando a Malvina—. Que dones algo de tu herencia es muy generoso de tu parte, pero ese dinero puede tardar en llegar. —¡Esperemos que no tarde tanto, Bauer! —bromeó Barto, y aprovechó para cambiar de tema—. ¿Qué tal si mientras disfrutamos de esta cálida cena ponen la fecha de la boda? —Eso ya lo veremos... —evadió incómodo Nico, percibiendo el malestar de Cielo ante ese tema—. Pero necesitamos dinero antes. —Estamos bien, che, estamos bien; para comer alcanza. —Pero vamos a necesitar plata para los uniformes —intervino Thiago. 172 —¿Uniformes? ¿Qué uniformes? Entonces Thiago, triunfante, se dispuso a informar la segunda sorpresa de la noche. —Estuve haciendo algunas gestiones con el director del Rockland... y después de varias charlas, aceptó becar a los chicos para que estudien en el colegio. Esa noche tuvieron que llamar de urgencia a Malatesta para desatorar el hueso de pollo con el que se atragantó Bartolomé. 173 Justina amaba apasionadamente a Bartolomé por dc razones: la primera, esos penetrantes ojos negros y sus rulo brillantes e inquietos. La segunda, esa maravillosa y maquiavélica capacidad para manipular que tenía. Al principio se sorprendió cuando Barto le comunicó e. plan de acción a seguir a partir de los hechos acontecidos Pero inmediatamente sonrió, sabía que su amor, su señor era una eminencia de la manipulación. —Vamos a agradecer a Thiaguito su gesto y aceptar conmovidos la beca para los purretes —explicó Barto con su voz aún cascada por el hueso de pollo atragantado—. Nos vamos a emocionar hasta las lágrimas el día que los veamos cor. los uniformes del Rockland, y los vamos a acompañar, siempre llorando de emoción, a su primer día de clases. —Pero, señor... —intervino ella, confundida. —También vamos a dejarlos hacer su festivalcito, y vamos a llorar aún más de emoción al verlos cantar y bailar como saltimbanquis. —Con todo rrrrespeto, señor, lo que tendríamos que hacer es despachar a Thiaguito, alejar a Bauer de acá, y matar de una vez por todas a la camuca arrrribista. —Todo eso se hará oportunamente —respondió Bartolomé elucubrando—. Vos mostrate agradecida con Bauer e incluso, dejales creer a los purretes que los vamos a dejar escolarizarse y hacer su showcito. Caer duele, pero precipitarse desde lo alto de una ilusión mata, che —declaró Bartolomé, y ambos rieron, siniestros, en las penumbras del escritorio. 174 A decir verdad, los ensayos para el festival no estaban tan avanzados como le dijeron a Barto, ni las becas habían sido garantizadas. Ante el «sí» de Bartolomé, tuvieron que empezar a correr, debían pasar de la instancia de proyectar a concretar. En secreto, Justina conminó a los chicos: les permitirían preparar el festival siempre y cuando no desatendieran sus obligaciones diarias. Los chicos, entusiasmados, se comprometieron a no bajar su productividad, y de hecho, durante los veinte días que llevó preparar todo, las arcas de Bartolomé crecieron gracias a los cuantiosos botines que cada día conseguían en la calle. Lo primero que tuvieron que resolver estaba relacionado con el repertorio y los artistas. Decidieron formar una banda que se llamaría «Cielo y sus Angelitos», integrada obviamente por Cielo, Mar, Rama, Tacho, Thiago y Jazmín. Cielo llegó al primer ensayo y les presentó una de las canciones que ella usaba en su show circense. Ese día Rama pensó en cuánto había cambiado la Fundación en poco más de tres meses, tras la llegada de ella y Nicolás. Ahora el invierno no era tan frío, sonaba música todo el día, y había algo muy novedoso: alegría. Y va, que va, que vamos a bailar... Y baila, baila, baila y no pares jamás... El patio cubierto había sido despojado de los muebles. Los chiquitos asistían a los más grandes, atendiéndolos como verdaderos artistas mientras ensayaban. Alelí estaba feliz de ver a la bella Cielo desplegando sus alas, enseñando las coreos a los chicos. Rama se sentía agradecido de tener que 175 bailar junto a Mar, al menos podía rozar sus manos durante alguna coreo, aunque adivinaba que a ella le pasaba lo mismo al bailar con Tbiago. Tacbo no le sacaba los ojos de encima a Jazmín, que lo acercaba y alejaba, tanto en los giros de la coreografía como en la vida. Que bailando las penas, las penas se dejan pasar... Cosquillas en el alma se siente al bailar... Como un bálsamo, las penas parecían, en efecto, pasar. Y cosquillas en el alma y los estómagos eran cosa de todos los días. Cosquillas sentía Thiago observando bailar a Mar. Cosquillas sentía ella sintiéndose observada. Cosquillas, pero en los puños, sentía Tacho cada vez que veía a Nacbo acercarse a Jazmín. Cosquillas le bacía Nico a Cristóbal cada vez que éste le llamaba la atención sobre su boca abierta al observar a Cielo. Y va, que va, que va, que va... Con ángeles y duendes vamos a soñar... Los sueños son un motor difícil de encender, pero una vez puesto en marcha, es casi imposible frenarlo. La Fundación BB se había llenado de sueños. Los días pasaban, los ensayos avanzaban, Cielo había empezado a probarles el vestuario que ella misma había confeccionado. El día que se vieron todos con sus trajes, brillitos de emoción aparecieron en sus ojos. En pocos días estarían sobre un escenario, un sueño que jamás habían imaginado poder alcanzar. Y baila, baila, baila... baila y hazla girar. Con gracia tu cintura se mueve al compás. Era un gran esfuerzo lograr que la cintura de Tacho se moviera al compás. Siempre llegaba un tiempo antes o un tiempo después al paso. Él creía tener un problema rítmico, pero Cielo entendía que se distraía y se perdía a causa de los hipnóticos movimientos de cintura de Jazmín. Thiago 176 estaba muy comprometido con la organización del espectáculo; lo secundaban Nacho y Tefi, quienes se mostraban deseosos de ayudar, pero estaba muy claro que el festival les interesaba tanto como una conferencia sobre el medio ambiente. Nacho y Tefi tenían un solo objetivo: él seducir a Jazmín y ella, a Thiago. Y asíjerei jei jei, bailo yo... Y asíjarai jai jai, bailas tú... Y baila, que la vida es una fiesta... Las tardes de los chicos —una increíble fiesta para ellos— se habían convertido en un dolor de mandíbulas para Justina. Le generaba tanto odio verlos felices que se dormía umiando su bronca. Malatesta le había diagnosticado bruísmo: mientras dormía, rechinaba sus dientes contrayendo js músculos de su maxilar, y por eso Justina despertaba ada mañana con dolor de mandíbulas. Pero debía contenerse, su señor la instaba a tener paciencia, ya llegaría el día de su golpe mortal. Y asíjerei jei jei, al compás... Y así jarai jai jai, sin querer... Como una mariposa que da vueltas... Que bailando la vida se despierta... La que daba vueltas como una mariposa era Malvina, ntando captar la atención de Nicolás, perdida hacía ya jho tiempo. Él, en verdad, había decidido terminar con a relación, pero cuando ella le dijo que podrían aprovechar -. día del festival para retomar el compromiso postergado, iturdido por la sorpresa y la culpa, aceptó. Y va, que va, que vamos a soñar... Y sueña, sueña, sueña, no pares jamás... Que la vida devuelve todo aquello que le das... Y todo lo que guardes te lo perderás. 177 Tres días antes del show, Cielo notó que los nervios y el miedo estaban haciendo estragos en los chicos. Rama, como cada vez que se acercaba a algo que deseaba, estaba con dolores de panza. Mar se había encerrado varias veces en la habitación negándose a ensayar, manifestando su irrevocable negativa a actuar. Tacho casi se agarra a trompadas con Nacho el día en que él se ofreció a reemplazar a Rama en caso de que sus retorcijones no cedieran. Cielo entendía que a veces daba miedo soñar y, lejos de retroceder, los impulsó a ir por más con una nueva canción que escribió para ellos. Hay que decidirse y animarse a buscar un amor, un viento nuevo, una esperanza para el corazón... Que el sol saldrá. Sólo acércate a tu ventana y verás que el sol saldrá. No te pierdas la alegría que te trae un nuevo día, lo que tanto ayer querías está por llegar... Cada vez que Nico desde su balcón veía aparecer a Cielo en su ventana, se decidía un poco más a dar ese paso que debía dar. Y así se lo manifestó al incondicional Mogli una tarde, en la cocina de la mansión, mientras preparaban el refrigerio para llevar al ensayo general. Mogli estaba apoyado junto al intercomunicador de la cocina, un sofisticado y antiguo sistema que comunicaba entre sí a todas las habitaciones de la mansión. —Lo voy a hacer, Mogli. ¡Me voy a jugar por Cielo! —¡Ah, buana! —exclamó Mogli, apoyando su mano contra el intercomunicador—. Pur fin, Micola, ¡amainé cutú con diusa! —Pero antes tengo que terminar con Malvina —continuó Nicolás—. Cuando pase el festival, voy a hablar con ella, voy a intentar terminar bien, y ahí sí voy a decirle a Cielo lo que siento. En ese momento se cortó la luz, y mucho tardaron en 178 detectar el desperfecto. El corte se debió a un cortocircuito provocado por una planchita para el pelo que cayó dentro de un florero lleno de agua. No fue un descuido, sino un acto irracional de Malvina, que había escuchado las palabras de Nicolás mientras se alisaba el cabello en su habitación. Mogli había activado el intercomunicador sin notarlo. Hay que convencerse y no mirar hacia atrás... La ilusión está delante de tus ojos, y viene por vos... ¡Por más! ¡Yo voy! Y busquemos esperanzas nuevas... Que es mejor si somos dos. No te pierdas la alegría que te trae un nuevo día... Lo que tanto ayer querías está por llegar... Había comenzado la cuenta regresiva. Era la noche previa al festival, y todos se habían reunido para el último ensayo. Las entradas habían sido vendidas casi en su totalidad, mucho habían ayudado Nacho y Tefi en su afán de ganarse el afecto de Jazmín y Thiago, respectivamente. El hecho de que casi todo el Rockland Dayschool fuera a estar presente ponía más nerviosos a los chicos, pero era tiempo de ir por más. Por otra parte, Nacho había hecho una intervención decisiva a la hora de convencer al director del Rockland de becar a los chicos de la Fundación. Thiago era respetado en el colegio, pero Nachito era un intocable. Bastó una llamada de Nacho a su padre, y las becas estuvieron disponibles. El momento había llegado: primero el festival, y el unes siguiente comenzarían las clases en el Rockland. Y así me siento... es el momento... ¡Tiempo de despegar! ¡Voy por mi libertad! Una desconocida sensación de libertad sintieron Thiago, ar, Rama, Jazmín y Tacho cuando subieron al escenario y omenzaron a cantar. Por diferentes razones, para todos era 179 un sueño hecho realidad. Nico y Mogli habían armado un 1 escenario sobre la plazoleta, frente al colegio y la Funda- I ción, y se habían ocupado del sonido. Los chicos estaban j radiantes en sus vestuarios, tan felices que ni repararon en las expresiones despectivas de algunos alumnos del Rockland que los observaban, casi riéndose de ellos. Pero ninguno había llegado hasta allí para retroceder, y como si hubieran hecho eso toda su vida, los cinco, junto a Cielo, brillaron sobre el escenario. Voy por más y más, amor y amigos nuevos y sueños por realizar. Voy por más y más, la vida nos espera y la podremos alcanzar. El festival fue un éxito. Cuando le entregaron a Bartolomé lo recaudado, éste sopesó la caja en la que estaba el dinero y concluyó que nunca había logrado tamaña recaudación de los purretes. Por un momento se preguntó si no sería la explotación artística una actividad más rentable que la delictiva. Justina se había cansado de vender tortas y bebidas en el bufé que habían improvisado. El festival fue una fiesta, los chicos cantaron una y otra canción. Tefi y Nacho vieron con odio cómo sus propios compañeros empezaron a corear algunas canciones. Las chicas del Rockland empezaron a preguntarse quiénes eran esos caños rubios que bailaban sobre el escenario. Voy por más y más, amor y amigos nuevos y sueños por realizar. Voy por más y más, la vida nos espera y la podremos alcanzar. Esa noche, mientras intentaban dormir, los cinco chicos repasaron mentalmente cada momento del show. La alegría, los aplausos, las sonrisas, la felicidad... Era mucho, pero mucho más de lo que jamás se habían atrevido a soñar. 180un sueño hecho realidad. Nico y Mogli habían armado ur escenario sobre la plazoleta, frente al colegio y la Fundación, y se habían ocupado del sonido. Los chicos estaban radiantes en sus vestuarios, tan felices que ni repararon en las expresiones despectivas de algunos alumnos del Rockland que los observaban, casi riéndose de ellos. Pero ninguno había llegado hasta allí para retroceder, y como si hubieran hecho eso toda su vida, los cinco, junto a Cielo, brillaron sobre el escenario. Voy por más y más. amor y amigos nuevos y sueños por realizar. Voy por más y más. la vida nos espera y la podremos alcanzar. El festival fue un éxito. Cuando le entregaron a Bartolomé lo recaudado, éste sopesó la caja en la que estaba el dinero y concluyó que nunca había logrado tamaña recaudación de los purretes. Por un momento se preguntó si no sería la explotación artística una actividad más rentable que la delictiva. Justina se había cansado de vender tortas y bebidas en el bufé que habían improvisado. El festival fue una fiesta, los chicos cantaron una y otra canción. Tefi y Nacho vieron con odio cómo sus propios compañeros empezaron a corear algunas canciones. Las chicas del Rockland empezaron a preguntarse quiénes eran esos caños rubios que bailaban sobre el escenario. Voy por más y más, amor y amigos nuevos y sueños por realizar. Voy por más y más, la vida nos espera y la podremos alcanzar. Esa noche, mientras intentaban dormir, los cinco chicos repasaron mentalmente cada momento del show. La alegría, los aplausos, las sonrisas, la felicidad... Era mucho, pero mucho más de lo que jamás se habían atrevido a soñar. 180Albertito Paulazo era una de los primeros «egresados» de la Fundación BB, y discípulo dilecto de Bartolomé. Había llegado a la Fundación siendo muy pequeño, y desde el primer día fue formado en las artes delictivas por el director y el ama de llaves. Había tenido que dejar la mansión a los dieciocho años, edad en la cual el juez de menores disponía el traslado a otra institución o, en caso de que el menor estuviera capacitado, pasaba a un sistema de puertas afuera, asistido. ¡ Pero Albertito seguía ligado a Bartolomé, quien lo había conectado con el comisario Luisito Blanco, el mismo que brindaba protección y zonas liberadas para los purretes de la Fundación, a cambio de un porcentaje que Barto pagaba puntualmente cada mes. Albertito trabajaba ahora para el comisario Blanco, pero no olvidaba la gratitud que sentía hacia Barto, que le había enseñado todo lo que sabía, y éste, íventualmente, le encargaba alguna que otra tarea especial ruando lo necesitaba. Y ésta era precisamente una de esas ocasiones. Justina Bartolomé lo recibieron con mucha alegría: Albertito Pau- izo les había traído un nuevo mocoso que prometía mucho. —Se llama Mateo, pero le dicen Monito —lo presentó. Bartolomé y Justina miraron con una sonrisa al pequeño entendieron perfectamente por qué le decían así: era de uy baja estatura, tenía el pelo oscuro y largo, que le cubría ia la frente, y unos ojos grandes y redondos, con una oresión simiesca y picara. Según Albertito, era un prodi- como «descuidista», podía sustraerle en la cara cualquier a a cualquiera. —¡Hola, Monito! —saludó Bartolomé con una gran son- 181 —Hola, pancho —dijo Monito con total displicencia— 1 ¿Tienen algo para morfar? j El comentario le provocó una estruendosa carcaj Bartolomé, quien ordenó a Justina que le diera a Monit he could eat». Justina lo condujo a la cocina donde vio asombro, cómo Monito devoró en segundos media doccü de sandwiches. Siempre tenía hambre. —¿Y hace mucho que vivís en la calle, vos? —indagó jí tina mientras Monito manoteaba otro sandwich. —Siempre viví en la calle. Antes vivía con mi agüelo. r el muy pancho se murió. ¿Puedo comer eso? —dijo Mcr señalando una torta que había preparado Cielo. —¡All you can eat! Todo lo que puedas comerrrr, con señaló el señor —dijo Justina con apenas un esbozo de sc risa. Ella tenía un gran olfato para reconocer a los talent y Monito, sin dudas, tenía un gran talento para el robo. En ese momento entró Tacho por la puerta trasera de cocina y miró con sorpresa a Monito, que sostenía un sánwich de jamón y queso en una mano y una porción de tor en la otra. —Él es Tacho —dijo Justina. —Hola, pancho... Yo soy Monito —se presentó guiñándole un ojo con desparpajo. —¿Qué haces, capo? —respondió Tacho con inmediata simpatía. —Monito va a vivir en la Fundación. Tachito te va a explicar todo... —dijo ella mirando con intención a Tacho—. Contale bien cómo son las cosas acá —completó la frase mientras se retiraba. Tacho miró a Monito, que lo observaba expectante, y en él se vio a sí mismo a esa edad, cuando había llegado a la Fundación, y pensó cuan distintas habrían sido las cosas si hubiera tenido alguien más grande que lo cuidara. Con un instinto de protección desconocido para él, decidió que Monito sería su protegido. 182Bartolomé recibió de Albertito los papeles para gestionar la tutela del nuevo huérfano. A cambio le entregó un cheque con la suculenta comisión para Luisito Blanco. En pocos minutos se pusieron al día, y celebraron el hecho de que a su purrete preferido le estuviera yendo tan bien bajo el ala del comisario. Cuando Justina regresó, trajo a información de que Monito ya estaba siendo integrado, entonces Bartolomé se dispuso a encarar directamente el asunto. Como siempre, Justina permaneció de pie, unos centímetros por detrás y a la derecha de Barto. —¿Qué necesita, don Barto? —le preguntó Albertito, demostrándole con su tono que podía pedirle cualquier favor. —Necesito algo para la bólida, che. —¿Cómo anda Malvina? —Y ahí, bólida como siempre. Vamos al grano, Albertito. Sabes que sigo con la herencia bloqueada durante varios años más, pero una parte se va a liberar el día que la bólida se case. —¿Usted me llamó para...? —atinó a preguntar Albertito. Por un segundo tuvo temor de que su mentor hubiera pensado en él como posible marido de su hermana. No es que Malvina no le pareciera una mujer bella, pero hubiera tenido problemas con Sandra, su novia. —¡No, no! —se anticipó Bartolomé, mirándose con Justina y sonriendo ambos—. ¡No te llamé para eso, che! ¡Mira si te voy a pedir a vos que te cases con ella! Ya tiene un novio, pero ahora nos enteramos de que él la quiere dejar. Y vos la conoces, va a ser muy difícil encontrarle otro candidato, y además ella dice que ama a éste... En síntesis, hay que evitar que Bauer deje a Malvina. 183 —¿Quiere que tenga una charlita con él? —¡No, no! —dijo Barto—. Eso no funcionaría en este caso. —¿Ya tiene un plan, no? —dijo Albertito sonriendo. Admiraba los planes imaginativos de su mentor. —¡Por supuesto que tengo un plan, tengo el plan! —se ufanó Bartolomé—. ¡Un plan para que mi bólida se convierta en heroína, se gane el corazón de su amado y me firmen la libreta cuanto antes! Una vez que terminaron de discutir los detalles de la maniobra que se llevaría a cabo el lunes siguiente, Justina abrió la puerta del escritorio para despedir a Albertito e hizo pasar a Rama, que también había sido citado por Barto. El chico permaneció de pie, como siempre debían hacerlo todos pero esta vez Barto lo invitó a sentarse, y viendo la cara de perversa satisfacción de Justina, de pie, detrás de Barto. Rama comprendió que finalmente patrón y ama de llaves habían despertado de su aparente letargo. —¿Están contentos con el show cito, Ramitis? —comenzó Barto con su sonrisa más falsa. —Sí, estuvo muy bueno —respondió Rama con sumisión, ante el inminente contraataque de don Barto. —¡Y el lunes empiezan las clases en el Rockland, che! ¡Quién los ha visto y quién los ve! —dijo con una mirada siniestra, a la que se sumó Justina. Rama no contestó; comprendió que luego de dejarlos soñar durante algunos días, finalmente Barto iba a demostrar quién mandaba allí. 184 Quiero invitarte a conocer... La vida que imaginé... Cielo despertó con estas palabras sonando en su cabeza, y enseguida supo que debía escribir una canción. Ella sostenía que sus mejores canciones le habían sido dictadas en sueños. Cuando de crear se trataba, estaba convencida de que los artistas eran simplemente instrumentos de algo superior. Sólo había que estar abiertos. Manoteó el cuadernito que tenía sobre la mesa de luz y anotó esas frases, confiando en que la canción seguiría surgiendo a través de ella. Saltó de la cama con alegría; cada despertar para Cielo era como un debut, un día nuevito y a estrenar. Casi como una rutina, se asomó a la ventana, tal vez don Indi anduviera cerca de su balcón. Y allí estaba. Pero llorando. Desgarrado, llorando como un nene, como jamás lo había visto. Donde no existe el dolor... Y cdbe un río de amor... Se cambió lo más rápido que pudo, se lavó la cara y se cepilló los dientes. Mientras corría hacia el loft, Justina le gritó que tenía que hacerle el desayuno a los roñosos. —¡Hágalo usted! —gritó Cielo y siguió de largo. Golpeó la puerta, urgida; su corazón se agitaba, don Indi estaba sufriendo y ella sentía que tenía que estar ahí para él. Le abrió Mogli; tenía una sonrisa forzada, congelada en el rostro, pero sus ojos estaban inyectados en lágrimas. Detrás, estaba Cristóbal, feliz, leyendo una carta, y junto a él estaba 185Nico, sirviendo chocolatada caliente, con la misma sonrisa forzada en el rostro, y los ojos rojos inyectados en lágrimas Cielo estaba desconcertada, algo pasaba pero no allí. —¡Llegó carta de mamá, Cielo! —exclamó feliz Cristóbal. —¡Qué bueno! —dijo Cielo, cuestionándose por qué no se había preguntado antes por la madre que Cristóbal que. sin dudarlo, debería tener una. —¿Te leo? —dijo Cristóbal. —Toma la leche que ya es tarde, tenes que ir al colé —lo apuró Nicolás. —¡Léeme mientras tomo la leche! Desde ahí, el resto ya lo leí! —le pidió a Cielo. Cielo miró a Nico, sabía que algo pasaba, pero no lograba adivinar qué. Tomó la carta, y mientras Cristóbal apuraba la chocolatada y las tostadas, la leyó en voz alta, con cierta dificultad, aunque había avanzado bastante en sus clases particulares con Nico. No hay mejor remedio para mí que saber que creces feliz y contento junto a tu papá y el tío Mogli. La vida a veces es caprichosa y un poco cruel, y quiso esta vez que vos y yo tengamos que estar separados, pero quiero que sepas que siempre te llevo en mi corazón. Sos mi alegría más grande, y mi mayor ilusión. Cuídate mucho, y hacele caso a tu papá. Te quiero mucho más que mucho. Mamá. Cielo terminó la carta; las palabras amorosas de la mamá de Cristóbal la conmovieron, y pensó que lo mismo le pasaba a Nico, ya que tenía sus ojos inyectados en lágrimas. «Estará muy enamorado de ella todavía», pensó Cielo. —Está re contenta, para mí que ya se está curando —dijo ilusionado Cristóbal. —¡Tiempo! —gritó Nicolás—. ¡Al colegio, vamos,! ¡Mogli, llévalo! —¡Tristobola agarra muchila! —Chau, pa, te quiero. Chau, Cielo, te quiero. 186 —Te amo, hijo —dijo Nico, y Cielo percibió que la garganta se le había cerrado en un nudo. —Chau, bombonino te quiero mucho —dijo Cielo. —Micola necesita muito muito a Diusa —le dijo Mogli a Cielo en un susurro, y salió con Cristóbal, con la misma expresión dura con la cual la había recibido. Apenas cerraron la puerta, Nicolás se desarmó y se largó a llorar con una congoja que estremeció a Cielo. —¡Don Indi! ¿Qué pasa? Nico no podía hablar, cuando ella se acercó, sólo pudo [abrazarla, y, aferrándose a ella, desgarrado, lloró, como un nene. Si me ayudas a aprender a mirar... Yo te prometo enseñarte a soñar... —Don Indi, por favor, dígame qué le pasa. —Estoy aterrado, Cielo —dijo él, por fin. —¿Qué pasó? —La mamá de Cristóbal... —comenzó a decir, y volvió a :>rar. Ella le buscó un vaso con agua, lo obligó a beber y a serenarse. Y Nico empezó a hablar; con una tristeza contagiosa - ntó todo, toda la verdad que no le había confesado a - iie Le contó cómo esa mujer los había abandonado a su j y a él, que Cristóbal no era su hijo biológico. Le habló :-. dolor crónico que tenía su hijo por ese abandono, y de mentira con la que se lo había aliviado. La puso al tanto áe la falsa enfermedad y de las cartas falsas con las que man-;a viva la ilusión de Cristóbal. Ella sólo lo escuchó, absorta, sin juzgarlo. —Es una muy mala persona, Cielo —dijo Nico justifiriose más ante sí mismo que ante ella—. Hace un tiempo .: creció, me llamó, estaba desesperada y necesitaba dinero. pidió plata para no contarle la verdad a su propio hijo! —¡Pedazo de turra! —dijo Cielo sin filtro, pero no se atrea preguntar si se lo había dado o no. 187—Te amo, hijo —dijo Nico, y Cielo percibió que la garganta se le había cerrado en un nudo. —Chau, bombonino, te quiero mucho —dijo Cielo. —Micola necesita muito muito a Diusa —le dijo Mogli a Cielo en un susurro, y salió con Cristóbal, con la misma expresión dura con la cual la había recibido. Apenas cerraron la puerta, Nicolás se desarmó y se largó a Dorar con una congoja que estremeció a Cielo. —¡Don Indi! ¿Qué pasa? Nico no podía hablar, cuando ella se acercó, sólo pudo abrazarla, y, aferrándose a ella, desgarrado, lloró, como un nene. Si me ayudas a aprender a mirar... Yo te prometo enseñarte a soñar... —Don Indi, por favor, dígame qué le pasa. —Estoy aterrado, Cielo —dijo él, por fin. —¿Qué pasó? —La mamá de Cristóbal... —comenzó a decir, y volvió a orar. Ella le buscó un vaso con agua, lo obligó a beber y a serenarse. Y Nico empezó a hablar; con una tristeza contagiosa E contó todo, toda la verdad que no le había confesado a nadie. Le contó cómo esa mujer los había abandonado a su njo y a él, que Cristóbal no era su hijo biológico. Le habló :! dolor crónico que tenía su hijo por ese abandono, y de i mentira con la que se lo había aliviado. La puso al tanto :? la falsa enfermedad y de las cartas falsas con las que man:rnía viva la ilusión de Cristóbal. Ella sólo lo escuchó, absorta, sin juzgarlo. —Es una muy mala persona, Cielo —dijo Nico justifirindose más ante sí mismo que ante ella—. Hace un tiempo i pareció, me llamó, estaba desesperada y necesitaba dinero. Me pidió plata para no contarle la verdad a su propio hijo! —¡Pedazo de turra! —dijo Cielo sin filtro, pero no se atreóa preguntar si se lo había dado o no. 187 —Ahora volvió a aparecer. —¿Quiere más plata? —preguntó Cielo ya en actitud guerrera. Nico negó con la cabeza, y volvió a angustiarse. —Me dijo que tiene una enfermedad genética muy grave Se ve que la mentira se hizo realidad. La están tratando pero no sabe si van a poder curarla. Cielo no le deseaba la muerte a nadie, pero la enfermedad de semejante yegua no ameritaba tanta angustia de su don Indi, algo más pasaba. Y él finalmente se lo dijo. —La enfermedad es hereditaria... y Cristóbal puede haberla heredado —se desahogó finalmente Nico, y su llanto ya no tuvo fin. Ella lo abrazó con mucha fuerza, intentando que su abrazo contuviera todo su amor, toda su ternura y compasión. Para Cielo era muy simple saber cuándo amaba a alguien: cuando la hacía feliz la felicidad del otro o cuando la entristecía la tristeza del otro, eso era amor. Quisiera mostrarte el corazón que buscas... Vení conmigo. —Venga conmigo —dijo de pronto, tomándole la mano. —¿A dónde? —Confíe en mí. Lo tomó de la mano, él se dejó llevar por ella y salieron del loft. Nico se extrañó cuando llegaron a un gran galpón que de afuera parecía abandonado pero, al entrar, vio que era un lugar cálido, de techos muy altos, lleno de arneses, telas y sogas colgadas del techo. —¿Qué es esto? —Éste es mi lugar, Indi. Acá es donde entrenaba los vuelos para mi show. —¿Y qué hacemos acá? 188 —Usted necesita despejar mucho su cabeza, ¿sabe? Y volar es como encontrarse con uno mismo, es como si... el alma y el cuerpo se encontraran en un instante... Le va a encantar. Quiero invitarte a respirar un aire de libertad. —Me encanta la idea, Cielo... pero no puedo dejar de pensar en Cristóbal... —Tráigalo con usted —dijo Cielo mientras se dirigía hacia jia soga de la que colgaba un arnés, y tendió su mano, invitándolo a acercarse. Quisiera mostrarte lo que quiero decir... Vení conmigo. Cielo le colocó el arnés a Nico, y con la ayuda de Ger- án, el entrenador de vuelos, lo subieron unos diez metros por encima del piso. Luego Germán subió a Cielo, que ya se había colocado su propio arnés, y salió dejándolos solos. Gelo empezó a balancearse, enseñándole a Nico cómo hacerj: . y comenzaron a volar, girando, alejándose y acercándose. —¡Sienta el viento en la cara, Indi! —dijo ella mientras cá iba experimentando la mágica sensación de volar. I En un cruce ella lo tomó de una mano y sus sogas empeI zaron a entrelazarse, mientras ellos giraban tomados de las inos, a varios metros de altura. Estaban muy cerca, él la zró a los ojos con infinito amor. Para vos, este amor... Si me das un mundo mejor, todos mis sueños te doy... Apenas se mecían en el aire, entrelazados, mirándose a ms ojos. Él tomó aire para decirle algo, y ella apoyó un dedo c ios labios de él. —No diga nada, Indi, no hace falta... 189 —Pero yo te lo quiero decir —dijo él, enamorado—. Te amo. —Te amo con locura, mi amor —se atrevió a reconocer finalmente Cielo—. Con cada centímetro de mi piel. Para vos, este amor, y yo escribo en tu corazón la letra de esta canción, nuestra canción. Nicolás acercó su boca a la de Cielo, cerró sus ojos y se dejó llevar por ese beso tan ansiado. Ella se extravió en su boca, y meciéndose suavemente en el aire, perdieron por completo la noción del tiempo y del espacio. 190 El lunes siguiente el cielo amaneció teñido de una densa oscuridad, enormes nubarrones negros lo cubrían por completo. Podía olerse en el aire, cargado de humedad, la tormenta inminente. Todos en la mansión amanecieron muy temprano, y por el nerviosismo y las corridas parecía el primer día de clases, aunque estaban en la mitad del ciclo lectivo. El único que no empezaría las clases ese día era Monito, porque no habían tenido tiempo de anotarlo por su reciente llegada, pero lo harían cuanto antes. Él miraba a todos correr de un lado para el otro, mientras comía sin parar vainillas mojadas en leche. El fin de semana había transcurrido entre la constante evocación de los minutos gloriosos que había durado el festival, las clases intensivas que Nico les dio a todos para poder pasar con holgura los exámenes de nivelación, y el sonido incesante de la máquina de coser con la que Cielo arregló los uniformes para los chicos. Thiago donó todos los uniformes que ya no usaba, y lo mismo hicieron Tefi y Nacho, anunciándolo a viva voz. Además Cielo se ocupó de los útiles: forró cada cuaderno y carpeta comprados para los chicos, sacó punta a los lápices y llenó de caramelos las cartucheras. Nicolás estaba un poco más entero, se había sobrepuesto. A partir de la sospecha de que Cristóbal pudiera estar enfermo, sacó turno para hacerle los estudios cuanto antes. En medio de las corridas, se las ingeniaba para interceptar a Cielo en algún recoveco de la casa y darle unos besos furtivos, a los que ella se entregaba, pero rápidamente interrumpía los mimos, pues le daba espanto la idea de ser descubiertos. Nicolás aún era el novio oficial de Malvina, aunque 191 se trataba más de una formalidad, pues la relación se había enfriado por completo. Nico le dijo que al día siguiente hablaría con ella para terminar su relación. —No quiero que me cuente, Indi. Que usted me diga que quiere estar conmigo me da una alegría que me hace sentir mal. —¿Por qué? —Porque no me gusta alegrarme de algo que va a hacer sufrir a la doñita Malvina. Nicolás bastante tenía que lidiar con su propia culpa, pero entendía que era lo mejor para todos. Cielo le dijo que él hiciera lo que sentía, y luego, con el tiempo, verían qué hacían con su coso. Entre los chicos se extendía una mezcla de alegría y nerviosismo; todos estaban entusiasmados con la idea de empezar el colegio, pero los angustiaba un poco ir a uno repleto de chetos que, sin duda, los mirarían como a bichos raros. A Cielo le llamó mucho la atención que Rama estuviera tan apagado, casi amargado; él siempre había sido el más interesado en estudiar, y Cielo esperaba que estuviera exultante, sin embargo se lo veía angustiado. —¿Estás bien, Rama? —indagó Cielo. —Un poco cansado —respondió él, alejándose. Cielo hubiera jurado que se alejó para que ella no lo viera llorar. Aquel lunes, por la mañana bien temprano, todo era nerviosismo y gritos en la mansión. Los chicos se ducharon y se vistieron con sus flamantes uniformes. Encontrarse a desayunar vestidos de esa forma les dio a todos un ataque de risa. Una risa que escondía una gran emoción. El único que seguía sin participar de la fiesta era Rama. Cuando estaban por salir rumbo al colegio, Bartolomé los retuvo con un discurso que se extendió durante varios minutos. Repasó la historia de la Fundación BB, desde sus comienzos hasta ese día, y celebró el logro, agradeciendo tanto a Nico como a su hijo por esta oportunidad para sus 192 purretes. Volvió a omitir a Cielo en los agradecimientos, aun cuando Nico se lo hizo notar. Les pidió a los chicos que se comportaran como era debido y que ennoblecieran el buen nombre de la Fundación BB. Mientras los despedía a todos con lágrimas en los ojos, su doble plan ya estaba en marcha. Nicolás no pudo hacer desistir a Malvina de su deseo de s a buscar a los chiquitos a la salida de su primer día de clases. Cristóbal, junto con Lleca y Alelí, estaban en el edificio dnexo del Rockland, a dos cuadras de la mansión. Nicolás asistió en que no se preocupara, que Mogli se encargaría ;e eso, mientras ellos podrían, finalmente, tener esa charla ue tanto habían postergado. Por supuesto Malvina sabía que quería dejarla y por esa razón postergó el encuentro. —Tengo adoración por esos mocosos —dijo Malvina, y sonó jnvincente—. Cristis es como un hijo para mí. Y Ayelencita . El otro rubiecito de la Fundación, nada, tipo que los vi icer los quiero con locura... Y el nuevito, Monky, he is so e. Please ¡déjame que los vaya a buscar a la salida del colé! Nico no encontró argumentos para impedírselo, y en Tibio le aclaró que Ayelencita era Alelí; el rubiecito, Lleca, rae Monky aún no había empezado las clases. —¡Obviously! —dijo Malvina, y partió hacia el anexo de jcación primaria. Los tres niños se sorprendieron al verla parada entre los ires a la salida del colegio, y mucho más se sorprendie- - cuando Malvina tomó a Lleca y Alelí de las manos. Ya se ían alejado del anexo, y estaban por cruzar una calle, ido de pronto apareció un auto que se detuvo con una ada brusca frente a ellos. La puerta trasera de éste se jürió y un hombre encapuchado asomó desde el interior; en pn rápido movimiento manoteó a Cristóbal y lo metió dentro del vehículo, que arrancó velozmente sin darles tiempo i a reaccionar. Nadie lo vio, pero quien secuestró a Cristólal era Albertito Paulaso, y quien conducía el vehículo era andra, su novia. 193purretes. Volvió a omitir a Cielo en los agradecimientos, aun cuando Nico se lo hizo notar. Les pidió a los chicos que se comportaran como era debido y que ennoblecieran el buen nombre de la Fundación BB. Mientras los despedía a todos con lágrimas en los ojos, su doble plan ya estaba en marcha. Nicolás no pudo hacer desistir a Malvina de su deseo de ir a buscar a los chiquitos a la salida de su primer día de clases. Cristóbal, junto con Lleca y Alelí, estaban en el edificio anexo del Rockland a dos cuadras de la mansión. Nicolás insistió en que no se preocupara, que Mogli se encargaría de eso, mientras ellos podrían, finalmente, tener esa charla que tanto habían postergado. Por supuesto Malvina sabía que quería dejarla y por esa razón postergó el encuentro. —Tengo adoración por esos mocosos —dijo Malvina, y sonó convincente—. Cristis es como un hijo para mí. Y Ayelencita y... El otro rubiecito de la Fundación, nada, tipo que los vi nacer, los quiero con locura... Y el nuevito, Monky, he is so nice. Please, ¡déjame que los vaya a buscar a la salida del colé! Nico no encontró argumentos para impedírselo, y en cambio le aclaró que Ayelencita era Alelí; el rubiecito, Lleca, y que Monky aún no había empezado las clases. —¡ Obviously! —dijo Malvina, y partió hacia el anexo de educación primaria. Los tres niños se sorprendieron al verla parada entre los padres a la salida del colegio, y mucho más se sorprendieron cuando Malvina tomó a Lleca y Alelí de las manos. Ya se habían alejado del anexo, y estaban por cruzar una calle, cuando de pronto apareció un auto que se detuvo con una frenada brusca frente a ellos. La puerta trasera de éste se abrió y un hombre encapuchado asomó desde el interior; en un rápido movimiento manoteó a Cristóbal y lo metió dentro del vehículo, que arrancó velozmente sin darles tiempo ni a reaccionar. Nadie lo vio, pero quien secuestró a Cristóbal era Albertito Paulaso, y quien conducía el vehículo era Sandra, su novia. 193 Malvina reaccionó actuando según lo previsto. —¡Secuestraron a Cristiancitol —exclamó—. ¡Vayar. avisarle a Nicky, go, corran,¡go, go —gritó empujando Lleca y Alelí, que aturdidos y angustiados salieron corriendo j hacia la mansión, mientras Malvina corría, «desesperada», I detrás del vehículo. * Nico estaba siguiendo a Cielo mientras ella regaba Implantas en el frente de la mansión. Más allá, Justina desmalezaba, mientras aguardaba. Nicolás quería convencer a Cielo de ir a comer esa misma noche y ella se negaba, arguyendo que aun cuando dejara a Malvina, esa noche sería demasiado pronto y la pobre desgraciada estaría llorando a lágrima viva; sin embargo le aseguró que contaba con ell? i para acompañarlo en todo lo que tuviera que ver con la salí de Cristóbal. En ese momento llegaron Lleca y Alelí y, consternados, informaron a Nicolás de lo que había ocurrido. Nico tardó unos segundos en reaccionar; que alguien hubiera secuestrado a su hijo era un sinsentido. Aún sin terminar de comprender realmente lo que pasaba, salió corriendo guiado por Lleca hacia la esquina donde todo había ocurrido. Cielo se apresuró a cerrar la canilla y salir tras él, cuando empezó a oírse una estridente alarma contra incendios, e intempestivamente, las puertas del Rockland se abrieron. En medio de un espeso, abundante y oscuro humo, cientos de chicos empezaron a evacuar el edificio. Cielo olvidó su intención de ir tras Nico al comprender que había habido un incendio en el colegio, y no volvió a respirar hasta no ver a todos sus chicos sanos y salvos. —¿Qué pasó? —preguntó desesperada, mientras los chicos recuperaban el aire, tosiendo—. ¿Qué pasó? Y comprendió que algo grave, además del incendio, había ocurrido, cuando vio que todos miraban con cierto recelo a Rama, quien finalmente comenzó a llorar, impotente y supü- I cando perdón. 194 Por supuesto, al llegar a la esquina donde habían secuestrado a Cristóbal, allí no estaban ni su hijo ni Malvina, ni ningún policía al que recurrir. Nicolás estaba desesperado, y sacudió con fuerza a Lleca para que le dijera hacia dónde se habían ido. En ese momento llegó Mogli, al que Nico había llamado mientras corría hacia esa esquina. Aunque su olfato parecía desorientarse en la ciudad, Mogli tenía una extraordinaria capacidad, casi animal, para rastrear. No quiso llamar a la policía suponiendo que eso podría entorpecer la negociación con los secuestradores. Se preguntaban quién y por qué habrían hecho eso. ¿Tal vez había sido Carla? ¿Toda la historia de la enfermedad era un perverso juego para volver a sacarle dinero? ¿O quizá se trataba de Marcos Ibarlucía? Si bien no lo conocían, Nico había frustrado varios atracos al traficante, era la única persona en el mundo que podría tener algún tipo de resentimiento con él. Sin embargo no podía entender por qué querría secuestrar a su hijo. La otra posibilidad era un simple secuestro extorsivo, pero la situación económica de los Bauer, si bien era holgada, no justificaba una acción como ésa. Una llamada fuera de todo cálculo puso fin al desasosiego de Nico y Mogli. —¡Nicky, soy Malv! —gritó Malvina, agitada. —¿Malvina, dónde estás? —¡Seguí a los secuestradores, Nicky! Fue horrible, horrible. De pronto se lo llevaron, ¿entendés? ¡Se llevaron a mi Cristiancito Yo me dije, ¡¿quién en el mundo puede querer hacerle mal a ese solcito?! —Malvina, ¿dónde estás? —interrumpió urgido Nico. —¡Y corrí! —continuó Malvina heroica, con su dis- 195 curso bien estudiado—. Corrí, aunque tenía tacos, ¿you know? A las dos cuadras se me rompieron, pero por suerte, justo pasaba un taxista, en su taxi, obvio, y me subí, y le dije «¡Siga a esos secuestradores!». El taxista fue muy valiente, y los siguió, pero Albertito manejaba muy rápido. —¿Albertito? —preguntó Nicolás. Malvina se taró; en ocasiones como ésa, cuando no sabía cómo resolver alguna metida de pata, se quedaba en blanco. -¿Eh? —Albertito. Dijiste «Albertito manejaba muy rápido». ¿Vos conoces al secuestrador? —No, no, ¡para nada! —dijo finalmente Malvina—. Fue una forma de decir, como quien dice Cariños, o Emilianito... —Malvina, por favor, ¡decime dónde estás! —interrumpió Nico desesperado, y ella finalmente le dio la dirección. Pocos minutos después, Nico y Mogli llegaron al lugar que les había indicado Malvina, pero ella no estaba allí. Detrás de ellos llegó Lleca, ignorando la orden de Nico de volver a la Fundación. Nico llamó a Malvina, que tardó en responder. —¿Dónde estás, Malvina? —Estoy en la casucha espantosa donde tienen secuestrado a Cristiancito —contestó ella, susurrando. —¡Te dije que no hicieras nada! —gritó exasperado Nicolás. —¡No podía quedarme de brazos cruzados mientras alguien tiene secuestrado y con los ojos vendados a mi hijito del corazón! —declamó Malvina con hipocresía. —¿Cuál es la casa? —preguntó Nico, mientras Mogli miraba en todas las direcciones, olisqueando, tratando de encontrar el rastro de Cristóbal. —Es una casucha horrible, gordo —susurró Malvina. En ese momento estaba frente a Albertito Paulazo, que la miraba. Permanecían en un descampado junto a una casa aban- 196donada, en el interior de la cual estaba Cristóbal, atado, amordazado y con los ojos vendados. A un gesto de Malvina, Albertito empezó a gritar y hacer ruido, y Malvina comenzó a hacer lo propio, fingiendo un altercado. Nico, desesperado, oía los gritos mientras Mogli, como un perro de caza, indicó una dirección. Malvina cortó la comunicación, y Albertito y su novia huyeron, tal como lo habían planeado. Y Malvina, creyendo de verdad su papel de heroína, irrumpió en la casa y liberó a Cristóbal, que estaba realmente asustado; y mientras le quitaba la venda de los ojos y la mordaza, exclamó: —Cristiancito, hiji querido, hijito del corazón, ¿estás bien? —¡Malvina! —exclamó el niño, aterrado, y al ver un rostro conocido, con un gran alivio se aferró a ella apenas lo desató, llorando y con la respiración agitada; se le estaba desatando una crisis asmática. Al rato llegaron Nico y Mogli, siempre seguidos por Lleca. Nico corrió a abrazar a Cristóbal, que no paraba de llorar. Mogli vio a Malvina con el pequeño, y con un amor espontáneo corrió hacia ella y la abrazó, gritándole su agradecimiento en su extraña lengua. Pero Malvina estaba tan extasiada en su rol de heroína que decidió ir por más. —¡Esas bestias se fueron para allá! —gritó cual Juana de Arco, y salió corriendo. Nico atinó a frenarla, pero Malvina ya había salido corriendo hacia la calle. Más allá, Albertito y su novia se subían al auto y la vieron, azorados, persiguiéndolos. Mal- 1na corrió tras la pareja, que huyó velozmente. Era toda indignación, el personaje se había apoderado de ella por completo. Nico fue detrás y le gritó que los dejara ir, pero ella respondió con un grito. —¡Nadie secuestra a mi hijito del corazón! —y cruzó itempestiva la calle, sin ver que un enorme camión de carga avanzaba a toda velocidad en sentido contrario. El sonido del freno neumático del camión se fundió con el grito que profirió Nicolás, y con el ruido de las fracturas múltiples de los huesos de Malvina. 197 Hasta que Nico no le confirmó a Cielo que Cristóbal estaba a saivo, ella no pudo concentrarse en otra cosa. Apenas cortó con él, luego de obligarlo a hacerle escuchar la voz de Cristóbal para tranquilizarla, ella giró y pudo ocuparse de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Allí todo era caos. En la sala estaban Mar, Tacho, Jazmín y Rama, discutiendo con Thiago, quien furioso acusaba a Rama de ser el culpable de lo que había ocurrido. Extremadamente acongojado, Rama no se defendía. Mar, Tacho y Jazmín no entendían qué había ocurrido, pero lo suponían. Alelí y Monito miraban todo con desconcierto, y Justina aprovechaba para descargar su furia sobre los chicos, mientras les hacía beber leche pura por una eventual intoxicación con humo del incendio. Monito extendió su vaso para recibir su ración de leche. —¡Rrrenacuajos, insurrectos, desagradecidos! —gritaba en su salsa. La puerta del escritorio se abrió, y de éste salió el director del Rockland, indignado. Detrás venía Bartolomé, simulando decepción y frustración. Mientras habían estado hablando a solas, Bartolomé le había dicho que entendía perfectamente sus razones, y que él mismo retiraba a los chicos del Rockland luego del lamentable incidente en el cual uno de ellos había provocado un incendio intencional. Pero una vez en la sala y delante de todos, Barto fingió un último esfuerzo por conmover al director. —Por favor, López Echagüe, le pido que lo reconsidere. Mis purretitos no pueden quedarse sin esta oportunidad, ¡no pueden pagar justos por pecadores! —dijo mirando a Rama. 198 —Bedoya... —comenzó el director. —Agüero —agregó Barto. —Bastante arriesgada fue mi decisión de tomar a sus tutelados en el Rockland. Eso inquietó mucho a las familias de los alumnos. Después de este incidente, van a retirar a sus hijos en masa. ¡La decisión está tomada! —sentenció el director. —¡No los puede echar a todos! —protestó con bronca ~ iago—. Eche a Ramiro, ¡él fue el que provocó el incendio! > puede echar a todos por lo que hizo este imbécil! Rama bajó la cabeza, y Mar se enojó con los dichos de Thiago, pero no dijo nada. Cielo observaba la situación sin intervenir vio la angustia con la que Rama soportaba todos los ataques, sin defenderse. El director del colegio se mostró inflexible. Ninguno de los chicos de la Fundación podría seguir asistiendo al Rockland. Thiago, furioso, insultó a Raima, con tanta violencia que Tacho saltó a defender a su amigo, y casi terminan peleándose. Bartolomé los puso en caja ron tres gritos, y despidió al director, fingiendo resignación ante su fallo. —Sí, en cambio, pueden seguir asistiendo los más pequeños a la primaria —dijo el director antes de retirarse. Rama sonrió algo aliviado, por lo menos Alelí podría seguir yendo al colegio. —Por mí no se preocupen —acotó Monito, que no tenía íinguna intención de ir al colegio. —¡De ninguna manera! —bramó Bartolomé, sorprendiente a todos—. ¡0 van todos o no va ninguno! —¿Por qué no deja que los chiquitos sigan yendo? —atinó protestar Mar. —Usted se calla, ¡insolente! —gruñó Justina. Ahora el inflexible era Bartolomé. Rechazó la propuesta leí director y lo despidió, dando por terminado el asunto uego miró con desprecio a los chicos, sobre todo a Rama. —Ahí tenes, Thiaguito, margaritas a los chanchos. —No diga eso —intervino por primera vez Cielo. —Vos no te metas en esto —la fulminó Bartolomé, y 199 siguió con los chicos—. Mi hijo les consigue una oportunidad única, una beca en el Rockland Dayshool, ¡y ustedes la arruinan el primer día de clases! Castigados hasta nuevo aviso, van a tener que reflexionar mucho sobre lo que han hecho. Cielo entró en la habitación donde estaban Mar, Rama. Jazmín y Tacho, que se callaron de inmediato al verla. Ella fue directo a Rama, estaba muy decepcionada. —¿Por qué lo hiciste, Rama? —Fue un accidente —dijo Mar. —¿Por qué lo hiciste? —repitió Cielo, enojada. Era la primera vez que los chicos la veían así. Por detrás de Cielo asomó Justina. Sólo Rama y los chicos la vieron, estaba allí para asegurarse de que Rama siguiera a pies juntillas el plan. —Los Chetos me bardearon —mintió él—. Se burlaron de mí, dijeron que éramos unos villeros. Me enojé y les prendí fuego a los útiles; se prendió una cortina, y... bueno... el resto ya lo conoces. Cielo se mantuvo en silencio y se retiró. A Rama esa actitud le dolió más que cualquier palabra que pudiera haberle dicho. Una vez solos, se largó a llorar. Tacho lo palmeó y Mar propuso: —A Cielo tenes que decirle la verdad, perno. —No. No podemos —dijo Rama. —Sí, Cielo lo tiene que saber —insistió Jazmín. —No —concluyó Rama. En verdad no podían decirle a Cielo que Rama había sido obligado por Bartolomé a provocar ese incendio con el fin de que los expulsaran el primer día. Rama había intentado negarse, pero Bartolomé sabía cómo amenazarlo: le había asegurado que, si no lograba hacerse expulsar del Rockland, él lo mandaría al Escorial, separándolo de Alelí, quien quedaría bajo su tutela, expuesta a una vida aún más miserable que la que llevaban. Bartolomé conocía perfectamente 200 siguió con los chicos—. Mi hijo les consigue una oportur dad única, una beca en el Rockland Dayshool, ¡y ustedes arruinan el primer día de clases! Castigados hasta nue aviso, van a tener que reflexionar mucho sobre lo que ha: hecho. Cielo entró en la habitación donde estaban Mar, Ran Jazmín y Tacho, que se callaron de inmediato al verla. Ella fue directo a Rama, estaba muy decepcionada. —¿Por qué lo hiciste, Rama? —Fue un accidente —dijo Mar. —¿Por qué lo hiciste? —repitió Cielo, enojada. Era la pri- ] mera vez que los chicos la veían así. Por detrás de Cielo asomó Justina. Sólo Rama y los chicos la vieron, estaba allí para asegurarse de que Rama siguiera a pies juntillas el plan. —Los chetos me bardearon —mintió él—. Se burlaron de mí, dijeron que éramos unos villeros. Me enojé y les prend fuego a los útiles; se prendió una cortina, y... bueno... e. resto ya lo conoces. Cielo se mantuvo en silencio y se retiró. A Rama esa actitud le dolió más que cualquier palabra que pudiera haberle dicho. Una vez solos, se largó a llorar. Tacho lo palmeó y Mar propuso: —A Cielo tenes que decirle la verdad, perno. —No. No podemos —dijo Rama. —Sí, Cielo lo tiene que saber —insistió Jazmín. —No —concluyó Rama. En verdad no podían decirle a Cielo que Rama había sido obligado por Bartolomé a provocar ese incendio con el fin de que los expulsaran el primer día. Rama había intentado negarse, pero Bartolomé sabía cómo amenazarlo: le había asegurado que, si no lograba hacerse expulsar del Rockland, él lo mandaría al Escorial, separándolo de Alelí, quien quedaría bajo su tutela, expuesta a una vida aún más miserable que la que llevaban. Bartolomé conocía perfectamente 200dónde atacar. Tal vez Rama había podido soñar durante un tiempo que sus vidas podían modificarse positivamente, pero el sueño había terminado. Esa noche, cuando Nico volvió a la mansión, desolado por el sombrío pronóstico de Malvina y apenas recuperado del susto por el secuestro de Cristóbal, lo primero que hizo fue ir a buscar a Cielo. Ella le contó lo ocurrido con los chicos, y él se ensombreció tanto como ella. Nico le contó que Malvina tenía múltiples fracturas en todo su cuerpo y que estaba muy grave. —Perdóname, Cielo... pero ahora tengo que acompañarla. —Por supuesto, Indi —dijo ella acallando su dolor. —Ese beso en el aire fue lo más hermoso que me pasó en la vida... pero Malvina... —Entiendo perfectamente, Indi. Vaya con la doñita. Nicolás le acarició la mejilla, y se alejó. Cielo lloró con profunda tristeza, y la tormenta que había amenazado todo el día se desató, estruendosa, y no cesó durante toda la semana. 201 Tras un breve y fugaz momento de felicidad, las cosas habían vuelto a ser más lúgubres que antes para los chicos de la Fundación. Cielo seguía ocupándose de cocinarles y de tener su ropa limpia, pero ya no les sonreía como antes, y toda su alegría y entusiasmo se habían apagado, sobre todo con Rama. Thiago se había distanciado de ellos porque lo habían defendido. Se había peleado sobre todo con Mar, el día en que le cuestionó cómo podía defender al imbécil que les había arruinado la única posibilidad de salir adelante que habían tenido en su vida. Mar se enfureció con él, y harta de la impotencia de no poder decirle lo que en verdad había ocurrido, estalló. —Rama no tuvo nada que ver, ¡acá el culpable de todo es la basura de tu viejo! Obviamente Thiago pidió explicaciones, y fueron Tacho y Jazmín los que evitaron que Mar se explayara; dar ese paso sería letal para todos ellos. Esa discusión alejó aún más a Thiago de los chicos. Para Mar, Thiago fue un asunto terminado cuando lo vio aparecer de la mano de Tefi. Finalmente la delgada y chillona había logrado su objetivo, y estaban de novios. Ya sin las clases de Nico, ni las de baile de Cielo, la vida de los chicos se había vuelto más sombría que antes, y ahora eran obligados a trabajar y robar día y noche, sin ningún tipo de escrúpulos. Los únicos que lucían radiantes y descorchando champagne eran Justina y Bartolomé. Las cosas habían vuelto a sus carriles. Sólo un detalle tenía un poco mal a Bartolomé: la salud de su hermana. Al principió creyó que el accidente de Malvina era parte del acting, pero cuando comprobó que 202 estaba al borde de la muerte, se angustió de verdad. Cuando ya estuvo fuera de peligro, se animó pensando que en algún tiempo sus huesitos soldarían y Bauer, que le debía la vida de su hijo, se casaría de inmediato con ella. Sus planes habían tenido un resultado inmejorable. Rama estaba desahuciado. Esta vez sabía que ni él ni su hermana tendrían la posibilidad de salir adelante. Entonces habló con Tacho, Jazmín y Marianella para proponerles una solución desesperada. Desde que habían empezado a trabajar para Bartolomé, éste les aseguraba que un pequeño porcentaje de lo recaudado era depositado en una caja de ahorro que cada chico tenía a su nombre. Era un pequeño ahorro que tenían para su futuro. Rama pensaba que, si tenían una chance de mejorar sus vidas, era lejos de la Fundación; entonces les propuso hacerse de sus ahorros para poder huir. A Tacho no le faltaban ganas, pero entendía que sería difícil obligar a Bartolomé a que se los entregara. Rama sabía que eso sería imposible, pero estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo: ya que estaban obligados a robar, le robarían a su explotador. Pero por su curiosa naturaleza justa, Rama no quería robar un peso más de lo que les correspondía, por eso quería saber exactamente cuánto dinero tenía cada uno en su caja de ahorros. En cambio, Jazmín opinaba que debían robarle todo lo que pudieran y huir. Marianella sabía por experiencia propia que huir sólo llevaba hacia un nuevo lugar del que, tarde o temprano, también tendrían que escaparse. Sin embargo, todos estuvieron de acuerdo con la idea de acabar con aquella opresión. Una noche, mientras Barto se ocupaba de darle la papilla a Malvina, Rama y Tacho se escabulleron en el escritorio para revisar los libros contables de Bartolomé. Sabían que él tenía un gran libraco en el que cada día anotaba el porcentaje que correspondía a cada chico. También les había mostrado el libro donde asentaba cada movimiento bancario, con su interés correspondiente. 203 Sintieron que se trataba de una extraña broma cuando encontraron el enorme libro en el que lo habían visto asentar los importes cada día. No tenía más que garabatos. Cada vez que frente a sus propias narices había fingido anotar con sus comas y decimales los ahorros, lo que hacía en realidad era burlarse de ellos. Al principio se resistieron a creerlo, pero fue el propio Bartolomé quien se los confirmó, cuando entró y los sorprendió revisando sus papeles. —¿De verdad creyeron que estaban ahorrando para su futuro? Ustedes no tienen futuro, roñosos. Ni futuro, ni pasado, ni presente. Son parias, desgraciados, que siguen vivos porque soy generoso. Agradezcan que tienen milanesas de berenjenas quemadas para comer, agradezcan el colchoncito mugroso en el que duermen, agradezcan que pueden ver la luz del sol, purretes. —¿Dónde tenes nuestra plata? —dijo Tacho, apretando los puños. —«¿Nuestra plata?» —repitió Bartolomé con un gesto burlón—. No hay nuestra plata, Tachito. ¿Entendés el castellano, vos? No hay plata, nunca van a tener plata. Y Tacho entonces hizo lo que muchas veces había deseado hacer pero jamás se había atrevido. Cruzó el límite, y se tiró con todo el peso de su cuerpo contra Bartolomé. Atravesaron la puerta del escritorio y cayeron, rodando, en la sala. Rama estaba aturdido, no sabía qué debía hacer, y así los encontró Thiago. Apenas los vio, saltó a defender a su padre. Los gritos alarmaron a Cielo, que estaba en la cocina, y también a Nico, que había ido a visitar a Malvina. De pronto, la sala se llenó de gente, Tacho estaba furioso, enceguecido, y Rama apenas podía contenerlo. Thiago estaba cada vez más indignado con ellos; ahora, además, agredían a su padre. Mar y Jazmín también acudieron cuando oyeron los gritos de Tacho y Thiago. Nico intervino cuando vio que Bartolomé, totalmente desvalido, no podía ni reaccionar. —¡Tacho, cálmate por favor! —gritó Nico con voz firme. —¡¿Qué te pasa, flaco, estás loco?! —estalló Thiago. —No, Thiaguito, entendelos, son chicos con un pasado 204 terrible, son como animalitos, pobrecitos —dijo misericordioso Bartolomé. —No se merecen todo lo que haces por ellos. Son unos desagradecidos —insistió Thiago, indignado. Cielo observaba cómo Tacho, al igual que Rama, Mar y Jazmín hacían un gran esfuerzo por contener su bronca. Había algo que estaba siempre latente, Cielo podía presentirlo. Como Thiago seguía agrediendo a Tacho, finalmente Mar estalló. —¿Querés saber quién es tu viejo? Vos, que lo defendés tanto, ¿querés saber? —¿Qué, qué vas a decir de él? —la apuró Thiago. —¿Querés saber? —Chicos, chicos... —intentó mediar Nicolás. —¿Querés saber? —¡Si tenes algo para decir, habla! —gritó Thiago. —Dejala, Thiaguito... —dijo Barto, viendo que la situación se iba de madre—. A ver, ¿qué tenes para decir de mí, Marita? —dijo Barto mirándola fijo a los ojos. Mar miró a Thiago, que la contemplaba con odio; comprendió que él jamás podría creer la verdad sobre su padre. Miró a Cielo y a Nico, ellos los querían, sin dudas, pero estaban convencidos de que eran chicos problemáticos. Miró a sus amigos, y todos le hicieron un imperceptible gesto para que callara, aún tenían mucho por perder. Finalmente Mar se contuvo y se retiró, sin decir nada. Ante el intento de insurrección, Bartolomé consideró que tenía que dar una clara muestra de poder. Los doblegaba de inmediato o en breve tendría una rebelión en puerta; por lo tanto esa misma noche, algunos minutos después de que hubieran apagado las luces, éstas volvieron a encenderse y Bartolomé entró en la habitación de las chicas hecho una furia. Sin darle tiempo a reaccionar, agarró a Marianella del pelo y la sacó de la cama. Instintiva, Jazmín saltó a defender a su amiga, y cuando quiso empujarlo para que la sol- 205 tara, Bartolomé le pegó una bofetada con la mano libre. Jazmín era una adolescente sometida en la Fundación, pero la sangre gitana corría por sus venas, y enardecida se le tiro encima y le clavó sus uñas en la cara. Bartolomé, absorto soltó a Marianella y agarró a Jazmín por el cuello, y la estrelló contra el placard. Los ruidos y los gritos alarmaron a los varones, que entraron de inmediato en la habitación. Vieron la furia y la crueldad en los ojos de Bartolomé, que disparó sus advertencias como balas. —Alguien más que se rebele, y van a saber lo que es sufrir de verdad. Tacho le suplicó a Bartolomé que la soltara, y a Jazmín que se tranquilizara. Ella no dijo nada, pero en silencio lo maldijo mirándolo fijo a los ojos. Bartolomé la soltó, empujándola hacia Marianella, que la recibió en sus brazos. —Desde hoy y por tiempo indefinido, van a trabajar toda la noche en el taller de los juguetes, hasta que se les pasen esas ínfulas rebeldes —concluyó. Y de inmediato entró Justina, quien con su mano extendida les indicó el camino hacia la puerta trampa del patio. 206 A la semana siguiente, Nacho tuvo la ocasión de oír una charla que le resultó muy conveniente para sus intereses. Jazmín, exhausta luego de una semana entera de trabajar en el taller por las noches y en la calle durante el día, harta de los maltratos, gritos y amenazas, le manifestó a Tacho su decisión de huir sin pérdida de tiempo. —¿A dónde vas a ir? —le preguntó Tacho tratando de disimular su desesperación. —No sé, chaval, lo más lejos que pueda. —Me parece una locura que te vayas sola —intentó disuadirla—. Te tenes que quedar acá, ya vamos a encontrar la forma de salir adelante. —Acá no hay salida, Tacho, y lo sabes. Me tengo que ir de la Fundación. —Pero, ¿a dónde vas a ir, y con qué plata? —No sé, ya voy a ver de dónde saco la plata. —Vos de acá no te vas —le ordenó él. —Vos no me vas a decir a mí lo que tengo que hacer —replicó Jazmín, en el fondo encantada con la determinación de Tacho y su tono imperativo. Unos metros más atrás, Nacho se deleitaba con lo que oía. No había alcanzado a escuchar cuáles eran las razones que tenía la bella Jazmín para marcharse, ni le interesaban tampoco, pero se le ocurrió una idea para poder, finalmente, ograr lo que tanto ansiaba de ella. Esperó a que Tacho se marchara, y una vez que estuvo sola, con una actitud muy diferente a la del millonario arrogante con la que le hablaba siempre, la abordó. —Gitanita, perdóname... pero recién te escuché hablar con Tacho. 207 —¿Qué escuchaste? —se alarmó Jazmín. —Que te querés ir de la Fundación. Quédate tranquila no voy a decir nada... nada más te quiero ayudar. —¿Vos me querés ayudar? ¿Y por qué? —No soy tan mal tipo, man... —dijo Nacho con cara actitud de muy buena persona—. Nada, veo que estás re ma. y no sé, por ahí te puedo ayudar. No tenes plata para e pasaje, escuché. —Estaba hablando pavadas... Yo no me quiero ir. —Gitana, ¿vos sabes que papá es el dueño de una empresa de colectivos de larga distancia? A donde quieras ir yo te puedo conseguir el pasaje. Jazmín no pensaba dos veces las cosas. Había querido irse de la Fundación desde el día en que regresó, y ahora la situación estaba peor que nunca. Nacho le había ofrecido ayuda para huir y no dudó en aceptarla. Quiso evitar despedidas, y eludir la posibilidad de ser disuadida por sus amigos. En menos de cinco minutos juntó la poca ropa que tenía la metió en una bolsa de papel, guardó sus pertenencias en una cartera de lana que ella misma había tejido, y salió al encuentro de Nacho, que la esperaba en el jardín trasero. Tomaron un taxi hasta su casa, con la excusa de esperar allí a su padre para pedirle el pasaje. Él creía saber perfectamente qué era lo que necesitaba la gitanita; no era irse no era un pasaje, sino soñar con todo lo que no tenía. Estaba convencido de que, llevándola a dar una vuelta por su vida, lograría obnubilarla. Ella era muy diferente de la otra, a la Blacky, como él llamaba a Marianella quien, a diferencia de Jazmín, tenía una especie de orgullo de clase, se sentía digna y orgullosa de ser una pobre desclasada. En cambio Jazmín no, Jazmín tenía vergüenza y resentimiento por su condición, y sería capaz de hacer cualquier cosa, creía Nacho, para poder salir del barro en el que había nacido. Los padres de Nacho estaban de viaje, pero omitió darle ese dato. En cambio, hizo un despliegue ostentoso de su estilo de vida. Le mostró su casa de tres plantas, el enorme jardín con pileta climatizada, el pequeño spa con jacuzzi que había 208 en el quincho, y el cálido microcine junto al living. Ella miraba fascinada cada cosa, sin embargo Nacho no le ofreció ni un vaso de agua. Es que él la tenía muy clara. «Primero hay que hacerla desear», se decía, «pero no darle lo que desea». Nacho sabía que si él quisiera complacerla con un regalo, por ejemplo, ella desconfiaría de sus intenciones. Por eso, cuando le entregó unos jeans y unas remeras, le explicó que eran prendas que su hermana ya no usaba. La realidad era que Nacho ni tenía hermana, y que esa ropa la había comprado para ella, pero sabía que sólo diciéndole eso ella aceptaría. Jazmín empezó a impacientarse porque el padre de Nacho no venía, y ella temía que Bartolomé advirtiera su ausencia e hiciera algo por detenerla. Nacho la invitó a meterse un rato en la piscina mientras esperaban. Ella no aceptó, pero él de todas maneras la levantó en el aire y se tiró con ella al agua. Marianella se extrañó cuando Cielo le pasó una llamada de Jazmín. —¿La gitana? —dijo Mar sorprendida—. ¿De dónde llama? —No sé —dijo Cielo apurada, saliendo con la bandeja con la papilla para Malvina. Mar atendió la llamada; poco habituada a hablar por teléfono, gritaba un poco al hacerlo. —¿Dónde estás, gitana? —preguntó con voz en tono muy elevado. —Estoy en lo de Nacho, pero ¡no grites! —dijo Jazmín. Aún tenía el pelo húmedo por la incursión en la piscina, ambos se habían secado y cambiado de ropa, y Nacho estaba preparando algo para tomar más allá, mientras le sonreía. —¿Qué haces en lo de ese cheto? —se extrañó Marianella. —Me voy, Mar —confesó Jazmín—. Me voy lejos, y Nacho me va a conseguir pasajes en la empresa del padre. —¿Cómo que te vas? —dijo Mar con súbita congoja. —Por favor, amiga, no me digas nada. Me voy a ir lejos, 209 y voy a empezar de cero, y en cuanto pueda te vengo a buscar, a vos y a los chicos, para que armemos algo juntos en otro lugar. —No voy a tratar de convencerte, Jazmín —dijo Mar entristecida—. Pero... ¿qué haces en la casa de Nacho? —Barto no se dio cuenta de que no estoy, ¿no? —cambió de tema Jazmín. —No, todavía no se dio cuenta de nada. Vos cuídate, sobre todo de Nacho, que es medio zarpadito ése... —dijo Mar, y al girar, advirtió que Tacho había entrado y la había oído. Mar se apuró a cortar, pero vio cómo los hombros de Tacho se levantaban y sus cejas se juntaban hasta parecer una. —¿Dónde está Jazmín? —¿Qué Jazmín? —repitió con torpeza Mar. —¡¿Dónde está?! Iba anocheciendo, y Nacho esperaba con paciencia de pescador el climax de su puesta en escena. Ella ya había sido deslumbrada con el lujo de su casa, ahora sólo faltaba el toque mágico de una exquisita y cara cena romántica. Jazmín había dejado de preguntar hacía un rato largo cuándo llegaría su padre, y estaba, en efecto, seducida por el despliegue ostentoso de Nacho. Aceptó cenar con él mientras veían una película en el microcine; allí nunca la encontraría Bartolomé, y esa misma noche estaría en un colectivo rumbo a algún lugar. Jazmín no había probado el sushi, y Nacho le estaba enseñando a comerlo, tomando con sus manos las de ella para mostrarle cómo se usan los palitos chinos, cuando se oyó el timbre. Unos pocos segundos después el timbre volvió a sonar. Y tras unos instantes, aunque tenía órdenes de no interrumpirlos, apareció la mucama. —Hay un chico que te busca. —¿Quién? —dijo Nacho extrañado. 210 —No, a vos no. A ella. Jazmín se sorprendió, y ya Nacho se había levantado de la mesa para ir a corroborar quién era. Se fastidió cuando vio por la mirilla que se trataba de Tacho. Se asomó apenas y lo increpó: —¿Qué haces acá, man? Pero no alcanzó a terminar la frase, que Tacho ya había abierto la puerta de un hombrazo, apartó a Nacho y buscó a Jazmín por la casa. La vio con la ropa que éste le había regalado, sentada en el piso junto a una mesa ratona repleta de sushi. Vio un balde con una botella de champagne, y comprendió inmediatamente los planes de Nacho. Sin decirle palabra, agarró a Jazmín de una muñeca, firme, pero a la vez con delicadeza. —¿Qué haces? —dijo ella. —Nos vamos —sólo respondió Tacho. —A ver, man, si te ubicas... —dijo Nacho, e intentó frenarlo. —Córrete —le indicó Tacho, esta vez nadie lo iba a detener si decidía pegarle. —¿Qué córrete? ¿Qué te metes en mi casa? Vení acá, ¡solíala! —e intentó frenarlo, y sin mediar palabra alguna, Tacho le asestó la trompada que venía conteniendo desde el primer día que lo vio rondar a Jazmín. Ella se estremeció ante el golpe, y Nacho quedó en el piso, acobardado, mirándolo con temor. Tacho lo observó como comprobando si había sido suficiente, mientras Nacho le decía tomándose la cara. —Ándate de mi casa, man. Tacho volvió a mirar a Jazmín, y casi con dulzura, le suplicó. —Vamonos de acá. La tomó de la mano y la condujo hacia la salida. Al llegar a la Fundación, Tacho le dijo que mejor entraran por la pequeña puerta secreta. En el frente de la man- 211 sión, al ras del suelo, había dos ventanas falsas, una de ellas en realidad, era una falsa puerta, que daba a una especie de ducto de ventilación por el que se podía acceder directamente al taller de los juguetes, o salir por éste hacia la calle Ella no le había hablado en todo el camino, entre indignada y seducida por su ruda y protectora actitud. Sabía que era cabrón, pero jamás lo había visto reaccionar así. Cuando terminaron de recorrer el ducto y llegaron a un pequeño rinconcito oscuro y húmedo, él finalmente le habló. —Agradéceme que te salvé de ese cheto. —Vos estás loco. —Sí, de amor por vos —le dijo él. —No sigas, Tacho —le pidió ella, sabiendo que había llegado el momento en el que avanzaría. —¿Por qué no? —Porque te voy a hacer sufrir —respondió Jazmín, casi como un lamento. —Me vas a hacer feliz —dijo él sin retroceder ante ese jueguito histérico. Ella atinó a decir algo más, pero él la hizo callar. —Donde se habla mucho, se hace poco —sentenció. Y sin agregar una palabra más, la tomó por la cintura y la besó, la besó con pasión, con decisión, la besó con la actitud con la que había que besar a una mujer brava como Jazmín. Ella, por primera vez en su vida, se dejó besar, totalmente seducida por la determinación de Tacho. 212Capitulo 06 Varios descubrimientos En el loft, frente a la mansión, Nicolás no dormía esa noche. Tampoco lo hacía su amigo Mogli, ni su hijo Cristóbal Los tres estaban fascinados con un extrañísimo objeto llamado totecona. Antes de regresar a la ciudad, habían estado en Indonesia siguiendo una pista que los conduciría a la isla de Eudamón, la mítica isla de la tribu de los prunios que no figuraba en ningún mapa, ni libro de geografía, ni de historia, y que, para la mayoría de los arqueólogos, era una fábula en la que el doctor Andrés Eneas Bauer, padre de Nicolás, había creído sin ningún sustento. Nicolás, desoyendo toda advertencia, había seguido los pasos de su padre, convencido de la veracidad de esa historia. Demostrar eso sería una manera de reivindicar el nombre de su progenitor. Lo único que había conservado de él era su cuaderno con anotaciones sobre sus descubrimienos acerca de la isla y, siguiéndolos, Nicolás había viajado por el mundo, pero hasta aquel viaje a Indonesia las búsquedas habían sido infructuosas. Aunque, a decir verdad, en una cueva subterránea en las afueras de Jakarta habían hallado un objeto que los había alentado a seguir: se trataba de un pequeño huevo de nácar, con inscripciones talladas. Los símbolos eran, sin duda, símbolos prunios. Aunque el huevo de nácar no fue al principio significativo para dar con lo que buscaban, luego ocurrió algo que le dio un nuevo rumbo a la investigación y que sorprendió doblemente a Nicolás: las pistas estaban mucho más cerca de lo que imaginaba y, de alguna manera, Cielo tuvo que ver con todas ellas. 215 Todo comenzó un día en que Nicolás se encontraba con Mogli en el jardín trasero de la mansión estudiando el huevo de nácar, tratando de encontrar en él alguna señal. Por accidente, el huevo terminó estrellado contra el suelo cuando Cielo, intempestiva, salió de su carromato y chocó contra Nicolás. Él tuvo que mteuerse uara po Insultarla por haber destruido con su torpeza una reliquia arqueológica, pero luego quiso besarla de alegría cuando descubrió que en su interior se ocultaba la verdadera pista: un pequeño papiro con extrañas inscripciones. Con la invaluable ayuda de Cristóbal, Nicolás pudo descifrar la pista: el papiro revelaba que en una reliquia de la dinastía Quenchui estaría, finalmente, el mapa con la localización exacta de la isla de Eudamón. Gracias a una maravillosa casualidad —¿existe tal cosa?— supieron que la valiosísima vasija quenchui era parte de una muestra itinerante de la embajada de Georgia, que por esos días se mostraría al público en el consulado local de dicha nación. Decidió acudir hasta allí con su fiel amigo Mogli para tratar de llegar a la vasija. Por razones estratégicas debieron ir disfrazados de chinos, más precisamente, de china obesa Nicolás y Mogli, de joven mandarín. El objetivo era ganarse la confianza del encargado de seguridad de la embajada, afecto a las mujeres orientales obesas. Pero también quiso que los acompañara Cielo, a quien no necesitó darle demasiadas explicaciones. Una vez allí, y luego de una situación realmente vodevilesca, terminaron todos atrapados en una habitación secreta, llevándose a la fuerza la vasija y escapando por los ductos de ventilación. Nicolás pensaba devolver la vasija una vez descubierto el mapa que contenía, pero nunca llegó a hacerlo ya que también fue destruida, una vez más, por la torpeza de Cielo. Ya no tan sorprendido, Nicolás descubrió, en la parte interior de los fragmentos de la reliquia, un mapa. No fue fácil interpretarlo, ya que no tenía ninguna referencia espacial; y Nicolás sostenía que si el mapa indicaba la localización de la isla, debería ser en algún lugar entre 216 Indonesia y Polinesia. Sin embargo Cristóbal creyó descubrir que ese mapa, en realidad, coincidía con un lugar mucho más cercano, precisamente un lago a unos veinte kilómetros de donde ellos estaban. Nicolás desestimó por completo esa teoría, ya que le resultaba inverosímil que la isla de Eudamón estuviera allí, en el sur del continente americano. Pero tal como Nicolás temía, su hijo llevó a cabo su propia investigación, y desobedeciendo a su padre, fue hasta el lago al que, según su interpretación, refería el mapa. Claro que no fue solo, sino acompañado de sus, ya por ese entonces, amigos Lleca, Monito y Alelí. Como resultado de esa desobediencia, fueron atrapados por Mr. X, un empresario norteamericano, dueño de esas tierras. Y por supuesto fueron rescatados por Nicolás, Mogli y, por supuesto, por Cielo. Sin decírselo, Nicolás agradeció internamente la desobediencia de su hijo pues, de casualidad, en una cueva subterránea junto al lago, encontró lo que el empresario norteamericano estaba escondiendo: una construcción prunia en el interior de una cueva subterránea, y un aborigen. Nicolás dedujo quién era ese aborigen apenas lo vio Arutmón Arunio, el último descendiente vivo de la tribu de los prunios. lo tenía cautivo y había intentado forzarlo a abrir un compartimento secreto que había en la cueva. El aborigen había resistido a todos los esfuerzos de su captor. Una vez liberado por Nicolás, Arutmón dijo que a él sí le abriría el compartimento y todos los secretos que allí se escondían. Arutmón conocía a Nicolás y también conocía la nobleza de sus intenciones, sabía que buscaba la isla de Eudamón para cuidarla, no para comercializarla. Accionando un complejo sistema de piedras encastradas en la roca de la cueva, Arutmón abrió el compartimento, y dentro de éste, con gran fascinación, Nicolás vio una piedra de unos treinta centímetros de diámetro, que tenía tallado un mapa. Arutmón le confirmó que era el verdadero mapa que conducía a Eudamón. Junto a él había una pequeña piedra de forma triangular, renegrida y de aspecto rústico. Arutmón la tomó con mucho cuidado y la colocó dentro de una 217 caja de acrílico; se la entregó a Nicolás y le dijo que la piedra era una totecona. Arutmón desapareció sin dejar rastros. Gracias a élv las tenía un mapa y una totecona, pero estaba tan per».. como antes. Estudiando el diario de su padre, descubrió cr_ ese objeto no era en realidad una piedra, sino una extraf sima aleación de metal hecha por los prunios. El mapa tallado en la piedra tenía muchos símbolos, per en el centro había un pequeño agujero, le faltaba una parmínima que impedía interpretarlo correctamente. Cierto d. que Cielo visitó el loft para pedirle a Nicolás que por fa dejara de hablarle del coso y se ocupara de su propia momi es decir, de Malvina, quien por entonces ya estaba enyesa hasta el pelo, sin darse cuenta dejó olvidada la pulserita q siempre llevaba puesta, aquella que, aunque no lo recordar le había regalado su abuelo. La pulserita quedó, casualmente, apoyada sobre la piedra-mapa que él estaba estudiando. Al levantarla, Nicolás comprobó con absoluta perplejidad que la medallita cor. extraños símbolos que colgaba de la pulsera encastraba perfectamente en el agujero del mapa. Milagrosamente, la pulsera de Cielo lograba completarlo. Nico estaba doblemente sorprendido: por un lado, por alguna razón que por supuesto desconocía, Cielo estaba vinculada al misterio de Eudamón. Y por el otro, algo que jamás había pensado, las coordenadas del mapa señalaban que la isla se encontraba ubicada hacia el noreste, muy cerca de él, y tan lejos de donde supuso siempre que debería hallarse. Aquella noche fría, Nicolás se asomó al balcón y miró hacia el noreste. Frente a él estaba la mansión, y precisamente en dirección NE se asomaba el altillo donde dormía Cielo, coronado por el gran reloj. Nicolás se preguntó qué isla podría haber en esa dirección. Ninguna. Lo más lógico era que buscara por otro lado, un lugar plausible de contener islas. Entonces decidió alquilar una lancha para recorrer el río que bordeaba la ciudad, siempre en dirección no- 218 caja de acrílico; se la entregó a Nicolás y le dijo que la piedra era una totecona. Arutmón desapareció sin dejar rastros. Gracias a él Nicolás tenía un mapa y una totecona, pero estaba tan perdido como antes. Estudiando el diario de su padre, descubrió que ese objeto no era en realidad una piedra, sino una extrañísima aleación de metal hecha por los prunios. El mapa tallado en la piedra tenía muchos símbolos, pero en el centro había un pequeño agujero, le faltaba una parte mínima que impedía interpretarlo correctamente. Cierto día que Cielo visitó el loft para pedirle a Nicolás que por favor dejara de hablarle del coso y se ocupara de su propia momia, es decir, de Malvina, quien por entonces ya estaba enyesada hasta el pelo, sin darse cuenta dejó olvidada la pulserita que siempre llevaba puesta, aquella que, aunque no lo recordara, le había regalado su abuelo. La pulserita quedó, casualmente, apoyada sobre la piedra-mapa que él estaba estudiando. Al levantarla, Nicolás comprobó con absoluta perplejidad que la medallita con extraños símbolos que colgaba de la pulsera encastraba perfectamente en el agujero del mapa. Milagrosamente, la pulsera de Cielo lograba completarlo. Nico estaba doblemente sorprendido: por un lado, por alguna razón que por supuesto desconocía, Cielo estaba vinculada al misterio de Eudamón. Y por el otro, algo que jamás había pensado, las coordenadas del mapa señalaban que la isla se encontraba ubicada hacia el noreste, muy cerca de él, y tan lejos de donde supuso siempre que debería hallarse. Aquella noche fría, Nicolás se asomó al balcón y miró hacia el noreste. Frente a él estaba la mansión, y precisamente en dirección NE se asomaba el altillo donde dormía Cielo, coronado por el gran reloj. Nicolás se preguntó qué isla podría haber en esa dirección. Ninguna. Lo más lógico era que buscara por otro lado, un lugar plausible de contener islas. Entonces decidió alquilar una lancha para recorrer el río que bordeaba la ciudad, siempre en dirección no- 218reste, hasta encontrarla. Y una vez más fue su hijo quien le dio una idea brillante. —¿No tendríamos que usar la totecona, pa? —¡Es cierto! —exclamó Nicolás, y se acercó a la caja de acrílico que encerraba el extraño objeto. La examinaron junto a Mogli. Arutmón les había dicho que la totecona los ayudaría en la búsqueda, pero ¿cómo? Lo mejor era investigar. Y con ese fin Nicolás abrió la caja de acrílico. Apenas lo hizo, comenzó a sentirse una suave vibración, y a oírse un zumbido. La totecona empezó a temblar dentro de la caja, y de pronto todos los objetos metálicos del departamento de Nico también empezaron a temblar. Los más pequeños, como las cucharitas de café, se desplazaron lentamente hacia la totecona, como si se tratara de un imán. Mientras la vibración y el zumbido crecían a ritmo geométrico, vieron, azorados, cómo decenas de objetos metálicos empezaban a volar y se pegaban contra las paredes de la caja de acrílico. Hasta que de pronto la totecona giró con precisión sobre su eje, se detuvo y marcó hacia el noreste. El objetivo era la mansión Inchausti; más precisamente, el altillo de Cielo. 219 Cielo había visto casi todo en su vida, y era muy poco lo que podía sorprenderla. Sabía que la gente a veces hace cosas sin sentido, y bien conocía cierta manía que muchos tenemos de repetir, una y otra vez, los errores que nos hacen mal. Pero a Cielo no le cerraban las incoherencias; y que Rama, el chico dulce y sensible, que sólo soñaba con poder estudiar y darle una educación a su hermanita, hubiera saboteado su propio sueño el primer día de clases, le resultaba una incoherencia. Había algo raro, y Cielo no podía descubrirlo, pero sabía que, cuando su intuición se ponía alerta rara vez se equivocaba. Era muy tarde como para estar en vela, pero esos pensamientos no la dejaban dormir, y se levantó a tomar un vaso de agua. En la sala, entre penumbras, oyó pasos que retumbaban y el inconfundible tintineo de las llaves que Justina llevaba colgadas en su cintura. Divisó su silueta y la de Bartolomé, que avanzaban como un rayo hacia el sector de los chicos. Porque temió que hubiera pasado algo malo, intentó seguirlos, pero comprobó que habían cerrado con llave la puerta que daba a los cuartos. Entonces salió al jardín y trató de entrar por alguna de las ventanas de las habitaciones. También estaban trabadas. Sin embargo, pudo ver desde allí que ninguno estaba en su cama. Eso la preocupó aún más. Volvió a entrar en la sala justo en el momento en que Bartolomé regresaba y, sin advertir su presencia, subió las escaleras. En ese preciso momento ella podría haberlo llamado para preguntarle si pasaba algo, pero por algún motivo su intuición le dijo que mejor no lo hiciera, que viera con sus propios ojos lo que ocurría. Notó que don Barto había dejado sin llave la puerta que 220 daba al patio cubierto. Una vez allí se extrañó aún más al descubrir que no había nadie. Ni en el patio, ni en las habitaciones. Nadie. Sólo vacío y silencio. Permaneció unos minutos más esperando, hasta que creyó oír un grito de Justina, apagado. «¡Silencio entierrro!», creyó oírla decir. Cielo deambuló por toda la casa, incluso salió a la calle para buscar a los chicos, pero no había rastros de ellos. Ya muy preocupada, regresó al sector de las habitaciones para esperarlos allí. Unos minutos más tarde se oyeron esos ruidos metálicos que se oían a veces, y pocos segundos después inmensa fue su sorpresa cuando vio que una pared del patio cubierto de pronto se desplazaba, y a la vista quedaba una abertura de unos cuarenta centímetros, por la que asomó Justina. Vio, azorada, cómo el ama de llaves accionaba rápidamente una pequeña palanca escondida tras un macetero, y la pared volvía a deslizarse de manera tal que no quedaba ninguna señal de la abertura. Justina salió disparada, muy urgida, sin ver a Cielo, quien caminó absorta hasta el macetero que ocultaba la palanca. La accionó con cierta facilidad, y luego de escuchar un suave click, la pared volvió a deslizarse, hasta dejar al descubierto la brecha. Lo que vio tenía el aspecto de una absurda pesadilla: un lugar repleto de máquinas de coser, mesas de carpintería, un horno para cocer cerámica, enormes carretes de hilos, telas, aserrín, trozos de madera por todos lados, pinturas, muchas cabezas de muñecas de cerámica y autitos antiguos desarmados. Y en medio de esos objetos, todos los chicos con sus rostros agotados y angustiados, trabajando sin parar, pero ya sin fuerza. Cielo intentó esbozar una explicación para lo que estaban haciendo. Algo tan absurdo y completamente inusual a esa hora de la noche tenía que tener alguna explicación gica. Y como no encontraba la respuesta en su mente, menzó a hacer preguntas de manera desordenada, una tras otra. Los chicos balbuceaban y no se decidían a hablar improvisaban argumentos. —Acá Justina y don Bardo nos trajieron para... —co- 221 menzó Monito, pero se calló cuando Tacho le apretó el brazo y le hizo un sutil gesto para que no hablara. Cielo les pidió, les rogó que le explicaran cuál era el motivo que los tenía levantados, en ese lugar. —¿Qué querés saber, Cielo? —dijo Rama, abatido. —¿Qué es este lugar secreto? ¿Qué hacen acá, y a esta hora, con todos esos cosos, qué es lo que hacen? Por sus caras, algo me dice que nada bueno... —No es bueno, pero tampoco malo... —titubeó Tacho, ya buscando la manera de encubrir la verdad. —¡La historia corta, quiero! —gritó Cielo dispuesta a llegar a la verdad. —Es el taller de los juguetes —dijo finalmente Rama, ya harto de mentir. —Acá nos hacen trabajar —completó la confesión Mar. Bartolomé había intentado dormirse en vano. Si bien los mocosos estaban en caja otra vez, se sentía como un malabarista chino haciendo girar demasiados platos a la vez. La Fundación y sus secretos, la camuca arribista que resultó ser Ángeles Inchausti alias Cielo Mágico, la bólida que no se casaba y encima ahora estaba hecha una momia por el accidente, Thiaguito que persistía en quedarse y encima era evidente que se estaba agarrando un tremendo camote de púber con la roñosa de Marianella... eran demasiados asuntos para un solo hombre. Cuando por fin estaba logrando conciliar el sueño, una vez más esos ruidos metálicos lo despertaron. Por las noches esos ruidos le resultaban fantasmales, inquietantes. Eran casi las cinco de la mañana y comprendió que ya no iba a poder dormir, bajó a la cocina a comer algo y al bajar vio a Justina, que cruzaba la sala como una flecha, y le resultó muy sospechosa su actitud. La siguió y entró en la cocina justo cuando ella terminaba de meterse por la puerta trampa escondida en el antiguo hogar a leña. «¡¿Justina Medarda García con secretos?!»?, dijo para sí Bartolomé, y no pudiendo dar crédito a lo que veía, encen- 222 dio la luz e intentó abrir la puerta trampa que ya se había cerrado. Justina recorrió veloz los intrincados túneles hasta la falsa puerta de piedra que escondía el sótano donde vivía Luz, y entró muy preocupada. Que Luz la llamara a esas horas de la noche no era una buena señal. —Me sentía muy mal, mami... —se disculpó con debilidad la pequeña al verla. En efecto, estaba volando de fiebre. Justina no necesitó un termómetro para saber que tendría al menos treinta y nueve grados. Había estudiado los rudimentos básicos de enfermería para estar preparada para esas ocasiones, entonces le hizo abrir la boca y comprobó que tenía unas enormes placas blancas. Una angina virulenta, diagnosticó angustiada; lástima, no tenía en su botiquín los remedios necesarios. Hizo que la niña se tapara bien y le pidió que no se moviera, ella iría a buscar los antibióticos que necesitaba. Pero cuando volvió a abrir la puerta falsa, se topó con Bartolomé, que la miraba con expresión sombría. Justina ni atinó a ocultar lo que había a sus espaldas, él ya lo había visto todo: ese sótano absurdo, ambientado como un café concert, y a la pequeña niña, afiebrada, en su cama. —¡¿What the hell is this?! —sólo pudo exclamar él, y Jusúna agachó la cabeza. 223 Justina bloqueó la entrada que se escondía tras la simulada pared de piedra, y se alejó hacia el otro extremo del pasillo, esperando que Bartolomé la siguiera. Él no lograba salir de su asombro, y su mente confundida intentaba anticipar una explicación lógica a lo que estaba ocurriendo. Viendo que él se mantenía junto a la puerta, le suplicó en voz baja. —Venga, señor, por favor se lo pido... Él la miró con desprecio, y se acercó lentamente, a escasos centímetros de ella, que no podía mirarlo a la cara. —Lo escucho, señor —dijo ella con mucha congoja. —¡¿Lo escucho, señor?! —replicó él, indignado. —¡Hable bajo, por favor, que no lo oiga! —¿Qué es este lugar? ¿Un teatro? ¿Hace cuánto tenes este cuchitril acá? ¿De dónde sacaste a esa chica? —y se detuvo al ver las lágrimas que empezaban a correr por las mejillas del ama de llaves. Una súbita e inconcebible idea se le impuso. —¿Es acaso tu hija? ¿Tenes una hija encerrada ahí? Estás más enferma de lo que creía... Y la observó, esperando una respuesta. Algo muy grave estaba escondiendo, ya que Justina jamás lloraba, y sin embargo ahí estaba frente a él, llorando con desgarro. —¡Habla, Justina! ¿Es tu hija? ¿Por qué la ocultas? ¡No lo entiendo! Justina intentó hablar, pero no pudo, más lágrimas surgieron de sus ojos, y con una angustia y miedo contenidos durante años, estalló en sollozos. Ante semejante dolor, Bartolomé empezó a comprender que su mutismo no era sólo por lo que ocultaba, sino ante quién lo ocultaba: ¡él! Lloraba porque él había descubierto un secreto que le escondía a él. La idea, descabellada, impensada, cobró forma: 224 —No me digas que es... —y calló. —Déjenos ir, don Barto —suplicó Justina entendiendo que era la única solución. —¡¿Es?! —gritó con furia—. ¡Contéstame! ¿Es ella? ¡¿Es la hermana de Ángeles?! Y finalmente, Justina ratificó con su llanto, su temblor y su contundente silencio esa inconcebible información. Bartolomé sintió como si le hubieran clavado agujas en la nuca, y comprendió que estaba a punto de sufrir un pico de presión. Algo mareado y tambaleándose, empezó a alejarse por el oscuro y húmedo pasillo. Ella atinó a seguirlo, pero él la frenó con un movimiento de su mano. —No me persigas... déjame solo. Y se fue, aturdido, caminando en zigzag. Justina se tapó la boca para que su llanto desgarrado no alarmara a Luz. Cuando Bartolomé entró en su escritorio, sintió que los miles y miles de libros de la gran biblioteca que cubría las paredes de la habitación se le venían encima. Apagó la luz y se quedó, durante varios minutos, en silencio, sumido en sus pensamientos. Repasó una y otra vez aquella noche en el bosque, cuando Justina le ofreció ocuparse de la beba. Se reprochó, con severidad, no haberse percatado de la aberración que había hecho su secuaz en su propio sótano. Él había estado durmiendo, durante años, diez metros por encima de Luz Inchausti. Su nuca ardía, debería tomar una pastilla para la presión. Abrió la puerta del escritorio para salir a buscarlas, y allí estaba Justina. Ya no lloraba, pero parecía veinte años más vieja. —¿Qué querés, Medarda? —dijo Bartolomé con desprecio. Justina sabía que cuando él la llamaba por su segundo nombre había entre ambos una distancia insalvable. —Quiero hablar —dijo ella con dignidad. Ya tenía pensada la estrategia a seguir ahora que todo había sido descubierto. Entonces él la tomó de un brazo, con violencia brutal, 225 ¡ala arrastró dentro del escritorio, y cerró la puerta de un golpe. —¿Vos te crees que esto se arregla hablando? —gruñó mostrándole los dientes, mientras la acorralaba contra la biblioteca—. Eras mi persona de confianza, ¡la única! ¿Y me venís a cavar semejante fosa? —¡Perdón, perdón! —suplicó Justina, intentando arrodillarse. —¡Sin escenas! —la cortó en seco Bartolomé—. ¡Decime por qué lo hiciste! —¡Porque no pude! Era apenas una beba... inocente, en medio de ese bosque negro... ¡No pude dejarla! —¿Vos... con ternura? —expresó Bartolomé incrédulo—. ¡No! Vos lo hiciste para quedarte con una heredera... ¡Querías estafarme y quedarte con mi herencia! —¡Qué me importa su herencia! —estalló Justina—. ¡Lo hice por amor! —¿Amor? ¿Vos, amor? ¡Si te da náuseas el amor! —¡Ella me enseñó lo que es el amor! ¡Rescatar a Luz de ese bosque fue lo mejor que hice en mi vida! —¿Luz? —preguntó Bartolomé absorto—. ¡Pedazo de cínica! ¿La encerraste en un sótano y la llamaste Luz? ¡Esa infeliz debería haber sido pasto de los lobos hace diez años! Ahora tenemos a las dos herederas con nosotros, ¿lo entendés? —De mi nena me encargo yo. —A ver si entendés... —advirtió Bartolomé—. Esa chica no existe... —¡Con Luz no se meta! —le advirtió Justina irguiéndose, brava. —Luz es ahora mi problema, y lo voy a solucionar a mi modo. —Luz es mi hija, y usted no la va a tocar —dijo Justina marcando con intención su tono de amenaza—. Me importa un rrrábano su forrrrtuna ... Se mete con mi nena, ¡y lo hundo! —¡Si yo me hundo, vos te hundís conmigo! 226—No me importa... Usted acérrrquese a mi nena, ¡y yo hablo! Los dos quedaron desafiándose con la mirada. Hasta ese momento habían sido una dupla sin fisuras, ahora eran dos enemigos acérrimos. Estaban casi respirándose uno en la cara del otro, cuando se abrió la puerta de un golpe, y entró Cielo, también hecha una furia. —¿Cómo es eso de que hacen trabajar a los chiquitos? —les espetó sin preámbulos. Bartolomé cerró sus ojos y se alejó de Tina, superado. —Medarda, dale... Empezá a hablar... Cielo está esperando una respuesta. 227 Al borde del colapso, Bartolomé se mostraba sin embargo muy tranquilo, aunque no había dejado de fulminar con la mirada a Justina. Había entre ambos una secreta guerra que continuaba aún delante de Cielo. —Dale, Medarda, habla. Cielo pide explicaciones. —¿Usted quiere que yo hable, don Barrrto? —amenaza veladamente Justina, dándole a entender que con «hablar se estaba refiriendo a todos los secretos que tenían. —Claro, contale tus secretos —dijo Barto con tranquilidad, recogiendo el guante que Justina había tirado—. Le va a encantar a este ángel conocerte mejor... Cielo miraba a uno y a otro con angustia creciente, ajena a la secreta guerra que se estaba librando entre ambos. —¡¿Qué me tienen que contar?! Bartolomé y Justina se miraron con odio contenido unos segundos, y luego Bartolomé continuó con su provocación. —Empecemos por tu pregunta... Ese lugar que viste, e! taller de los juguetes, es un conflicto que tengo con Justina —hizo una pausa, midiéndose siempre con su ama de llaves—. El viejo Inchausti —continuó— era un loco lindo, un inventor chiflado. Y tenía una fábrica de juguetes... Ante la crisis económico-financiera que estamos atravesando, a esta mujer le pareció bueno reabrir la fábrica para los chicos. Justina permanecía muda, sopesando sus propias armas para su contraataque. Cielo estalló. —¡¿Para los chicos?! ¿Hacerlos trabajar? ¡Eso es más bien explotarlos! —bramó, y ya dirigía todo su enojo contra Justina—. ¡En ese lugar hay un horno y todo! Es un peligro, ¡no es cosa de chicos! ¿Por qué hace esto? ¿Usted está loca? 228Al borde del colapso, Bartolomé se mostraba sin embargo muy tranquilo, aunque no había dejado de fulminar con la mirada a Justina. Había entre ambos una secreta guerra que continuaba aún delante de Cielo. —Dale, Medarda, habla. Cielo pide explicaciones. —¿Usted quiere que yo hable, don Barrrto? —amenazó veladamente Justina, dándole a entender que con «hablar» se estaba refiriendo a todos los secretos que tenían. —Claro, contale tus secretos —dijo Barto con tranquilidad, recogiendo el guante que Justina había tirado—. Le va a encantar a este ángel conocerte mejor... Cielo miraba a uno y a otro con angustia creciente, ajena a la secreta guerra que se estaba librando entre ambos. —¡¿Qué me tienen que contar?! Bartolomé y Justina se miraron con odio contenido unos segundos, y luego Bartolomé continuó con su provocación. —Empecemos por tu pregunta... Ese lugar que viste, el taller de los juguetes, es un conflicto que tengo con Justina —hizo una pausa, midiéndose siempre con su ama de llaves—. El viejo Inchausti —continuó— era un loco lindo, un inventor chiflado. Y tenía una fábrica de juguetes... Ante la crisis económico-financiera que estamos atravesando, a esta mujer le pareció bueno reabrir la fábrica para los chicos. Justina permanecía muda, sopesando sus propias armas para su contraataque. Cielo estalló. —¡¿Para los chicos?! ¿Hacerlos trabajar? ¡Eso es más bien explotarlos! —bramó, y ya dirigía todo su enojo contra Justina—. ¡En ese lugar hay un horno y todo! Es un peligro, ¡no es cosa de chicos! ¿Por qué hace esto? ¿Usted está loca? 228 —¡Por amor! —dijo finalmente Justina, desconcertando por completo a Cielo. Se había desarrollado entre los tres un doble diálogo, incomprensible para quien no supiera la historia completa: Justina le respondía a Cielo, pero sus palabras iban dirigidas a Bartolomé. —¿Qué? —preguntó absorta Cielo. —Sí, todo lo que hice fue por amor —continuó Justina, ya mirando en la cara a Bartolomé—. Esas pobres criaturas... Quería darles una oportunidad... Un oficio, una herramienta para el futuro... ¡Ese taller es la oportunidad de rescatarlos! —exclamó con angustia creciente, y luego tomó a su señor de las manos—: ¡Perdón, señor! Perdón si hice mal, ¡perdón! Y sin decir más se fue. Al ver que la puerta se abría, los chicos se tiraron con suma rapidez detrás de los sillones de la sala, evitando ser vistos por Justina, que salió disparada en busca de los antibióticos para Luz. Dentro del escritorio, aún azorada, Cielo miraba a Barto. —¿Usted estuvo de acuerdo con esa idea? —Al principio no, che —mintió Barto, ya dueño de la situación—. Sentí lo mismo que vos... Es un peligro ese taller, pero la intención no estuvo mal, ¿no? Cielo iba a decirle que había sido una total inconsciencia de su parte consentir esa barbaridad cuando, de pronto, comenzó a sentirse una sutil vibración, que rápidamente fue creciendo en intensidad. Las paredes empezaron a temblar, se oyó un zumbido potente, como de mil máquinas funcionando, y toda la mansión pareció sacudirse, como si estuviera ocurriendo un sismo. En la sala, todos los chicos se asustaron, los más grandes abrazaron a los más chiquitos. En su habitación, la momia Malvina sintió que todo se movía y atinó a incorporarse, pero terminó cayendo de bruces. Thiago dormía profundamente y, como a veces le ocurría, se incorporó, sonámbulo, y empezó a gritar «niños y mujeres primero». En la cocina, de camino hacia el sótano, Justina tuvo que aferrarse para no caer. Desde su refugio 229 Luz sintió como si la casa fuera a desplomarse sobre ella Toda la mansión temblaba y parecía colapsar. Bartolomé s puso de pie y se aferró como pudo a la biblioteca y, al hacerli sintió la vibración en sus manos, aún con más intensidac Comenzaron a caer libros de todos los estantes, y un viej cofre que estaba bien arriba cayó muy cerca de Bartolomé que conmocionado pegó un grito. En ese mismo momento, en el loft de enfrente, la totecona giraba y se clavaba señalando hacia la mansión. Apabullado, Nicolás cerró la caja de acrílico, y todo se detuvo Las cucharitas, las monedas, los ganchitos las llaves, y todo los objetos metálicos que estaban pegados a la caja cayeror. de inmediato. Lo mismo ocurrió en la mansión: todo se detuvo y volvió a la normalidad. —¡¿What the hell was that?! —exclamó absorto Bartolomé. 230Luz sintió como si la casa fuera a desplomarse sobre ella Toda la mansión temblaba y parecía colapsar. Bartolomé se puso de pie y se aferró como pudo a la biblioteca y, al hacerlo sintió la vibración en sus manos, aún con más intensidad. Comenzaron a caer libros de todos los estantes, y un viejo cofre que estaba bien arriba cayó muy cerca de Bartolomé, que conmocionado pegó un grito. En ese mismo momento, en el loft de enfrente, la totecona giraba y se clavaba señalando hacia la mansión. Apabullado, Nicolás cerró la caja de acrílico, y todo se detuvo. Las cucharitas, las monedas, los ganchitos las llaves, y todos los objetos metálicos que estaban pegados a la caja cayeron de inmediato. Lo mismo ocurrió en la mansión: todo se detuvo y volvió a la normalidad. —¡¿What the hell was that?! —exclamó absorto Bartolomé. 230Esa especie de terremoto despertó finalmente a Thiago, quien extrañado bajó para ver si había ocurrido algo. Al llegar al rellano de la escalera, vio cómo Cielo, su padre, y todos los chicos iban hacia sus respectivas habitaciones. Los siguió. Pero al llegar al patio cubierto se quedó pasmado ante lo que asomaba: una de las paredes del patio estaba corrida, dejando ver el taller oculto. Allí estaba Cielo, que iba señalando cada cosa que nombraba. Su padre que se paseaba cavilando por el lugar, y todos los chicos permanecían inmóviles, con sus cabezas gachas. —¿A usted le parece que éste es un lugar para chicos? —exclamó Cielo con indignación—. Diga algo, vamos —continuó sin darle tiempo a responder, mientras se acercaba hasta el horno de cerámica y lo abría—. ¡Un horno! ¡Encerrados en un lugar con fuego! —exclamó, y después fue hasta la mesa de corte y tomó una gran tijera—. ¡Mire! ¡Para que se saquen un ojo! ¿Le parece que ésta es forma de aprender un oficio? No me diga que no fue una inconsciencia de su parte, ¡don Barto! —Es difícil tener tantos chicos a cargo, Cielo... —intentó una defensa Bartolomé—, y además... ¿Qué es mejor? ¿Dejarlos en sus juegos o darles una herramienta para la vida? ;E1 trabajo nos hace libres, Sky! —Herramientas para la vida eran las clases de don Indi, o mis clases de baile, o el corte y confección y la carpintería que les iba a dar Justina y nunca les dio... —Justamente, decidió cambiarlas por esto, Cielitis... —¡No puedo entender cómo usted estuvo de acuerdo! —bramó Cielo. —Te imaginarás que no fue una decisión arbitraria... Lo 231 hablamos mucho con los mismos chicos —dijo con cinismo y los congeló con la mirada, convocándolos a ser, a la vez víctimas y cómplices de su mentira—. ¿0 no, chiquilines? Mar se miró con Rama, y ambos con Tacho, sabían que Bartolomé sólo estaba disimulando ante Cielo; cuando ella se fuera, las represalias serían severísimas. Entonces decidieron seguirle la corriente, y asintieron acordando con él —¿Y a mí qué me importa si lo habló o no con los chicos? ¡Esto es cosa de grandes, don! A punto de perder la paciencia con los planteos de Cielo, Barto iba a replicar, pero en ese momento vio a Thiago, que observaba todo desde el patio. —¡Thiaguito! —exclamó, y el corazón comenzó a latirle cada vez más fuerte. —¿Qué es esto, papá? —preguntó su hijo, azorado ante el taller. —¡Ideas de Tina! Ella lo propuso y yo pensé que serviría para encauzar a mis chicos... Ok, se habrán quedado sin beca por la chambonada que se mandó Ramita, pero no podía dejarlos en Pampa y la vía, che... Algo había que enseñarles, un oficio, algo para que cuando ya no me tengan a mí, se puedan ganar la vida... —Y bue... la intención fue buena... —dijo Cielo a Thiago, viendo que este punto podría enfrentar aún más a padre e hijo. —Sí, suficiente por hoy, ya es tarde —se apuró Barto, creyendo que así Cielo iba a dar por terminado el asunto. —No, suficiente nada, ya estamos todos con los ojos como el dos de oro, terminemos esto ahora mismo. Acá lo importante es ver si los chicos quieren aprender este oficio —dijo y los miró—. Hablen, ¿quieren o no quieren? Los chicos se miraron entre sí, posiblemente sopesando que Bartolomé estaba en una situación de debilidad ante Cielo, y aún más ante Thiago. Tacho pensó que no podían desenmascararlo en esa oportunidad, ya llegaría el momento; entonces dijo, complaciente: —Está bueno aprender un oficio. 232 —Pero cuando uno tiene ganas... —agregó Marianella multiplicando exponencialmente el odio que ya le tenía Bartolomé. —¡Eso! —exclamó Cielo—. Don Barto, de ahora en más aprende el que tiene ganas, ¿le parece? Bartolomé no tuvo otra que asentir. Hubiera querido asesinarlas a ella y a Marianella con sus propias manos. Y luego a Justina, por idiota. —Bueno, a ver, ¿quién tiene ganas de hacer esto? —y miró a los chicos buscando una respuesta. La primera que se animó a responder fue Mar. —La verdad... que no, yo no quiero hacer esto. —Sí, no me gusta esto de hacer juguetes —se sumó Jazmín. —Y menos que menos, muñecas Es un torre —acotó Lleca. —¡Yo ni loco, panchos! —dijo despreocupado Monito, quien aún no había conocido la cara bestial de su tutor. —Pensé que los estaba ayudando, chiquitos... —dijo Bartolomé con una triste sonrisa y unos ojos que prometían un severísimo castigo por esa insubordinación. —Sí, más vale que sabemos que pensaba eso, don Barto —dijo Tacho, ya envalentonado por la revuelta—. Pero la verdad que no, no nos cabe ni ahí... y menos cuando lo tenernos que hacer a las cinco de la mañana. —¡Eso! —exclamó Cielo. Ni hablemos de los horarios. A quién se le ocurre hacerlos aprender un oficio a estas -ras? —Cosas de Justin... —acusó cobardemente Bartolomé—. Por eso de... a quien madruga, Dios lo ayuda... —Muchas gracias, don Barto, pero no queremos más nacer juguetes —dijo Rama sonriente, pero todos enmudecieron y se pusieron serios al instante con la participación Thiago. —¡Ustedes son unos desagradecidos! No valoran nada; mi viejo les da todo, se mata por ustedes y ¿ustedes le pagan así? Vos, Rama, no sólo le arruinaste la posibilidad de estu- 233 diar a todos, sino que además... ¿no querés aprender un oficio? ¿Qué querés, que te mantengan toda la vida? —Ah, ¡fundiste biela chabón! —saltó Marianella, ya indignada con Thiago—. Deja de meterte con Rama —lo amenazó. —¿Qué defendés tanto a Rama, vos? —dijo Thiago sin pudor a mostrar sus celos—. ¿Tanto les jode que les quieran enseñar un oficio? —¿Por qué no venís vos a aprender este oficio? —replicó Marianella con una bronca hacia Thiago un tanto exagerada. —Sí, es muy fácil para vos, Thiago —continuó Rama—. Vos estudias en Londres, y tuviste plata toda tu vida. —Sí, pero los ricos necesitan gente que les haga los oficios —agregó Jazmín. Barto notó cómo, poco a poco, todos iban perdiendo el miedo, y decidió intervenir. —¡Basta, no vamos a tener una disertación sobre la justicia social a estas altas horas de la noche! Gracias, Thiaguito, por tu defensa, pero esto lo manejo yo. Así que, chicos, yo propongo que sigamos con el oficio y vamos viendo... —Permiso, don, pero yo propongo que al que le guste el oficio lo aprenda, y el que no que estudie... o que juegue mucho, que es lo más lindo que les puede pasar a esta edad. Que cada uno elija en libertad, ¿le parece? —¡Totally! —dijo Bartolomé, que deseaba que esa noche terminara de inmediato—. ¡Son libres de elegir! Todos se fueron a dormir, menos Justina. A pesar del gran revuelo de esa noche, más allá de la preocupación por el descubrimiento del taller clandestino, no había dejado de torturarse con la imagen de Luz, encerrada en el sótano, volando de fiebre. 234 Tras elegir entre varios antibióticos guardados en una caja, debajo de su cama, cuál le daría en esa oportunidad a Luz, Justina había empezado a cantarle una canción al oído, mientras le ponía paños fríos para bajarle la fiebre. Pero en medio del estribillo, la niña abrió grandes sus ojos afiebrados y enfocó un punto en la semipenumbra... —Mamá... —exclamó débil y con una cuota de espanto. Justina giró de inmediato en dirección hacia donde la niña, casi alucinada, estaba mirando. Ahí estaba Bartolomé, que observaba, perplejo, el otro descubrimiento de esa noche fatídica. —Mamá... ¿quién es? ¿Es el general Bauer? —preguntó Luz aterrada. Cuando Justina le contaba historias de la guerra, lo hacía utilizando nombres reales para sus personajes ficticios. En sus cuentos, el general Bauer era un cruel y despiadado oficial de las fuerzas enemigas. Cielo, «la casquivana», era la inhumana amante del general Bauer. —¿El general Bauer? —repitió Bartolomé con una sonrisa sarcástica. —No, mi amor... —contestó Justina, y a modo de explicación, le dijo a Barto—: Yo le he contado todo sobre las tropas enemigas. —¿Es Mogli, «el sanguinario»? —preguntó Luz aterrada, provocando otra carcajada a Bartolomé. —No, Lucecita, el señor es un... juez —dijo Justina, con doble intención, mirando a Barto—. Él juzga... juzga lo que está bien y lo que está mal. Él decide quién vive y quién no. —¿Es malo? —preguntó Luz, que tenía sólo dos catego- 235 rías para encuadrar a la gente: malos y buenos, amigos y enemigos. —Soy justo —replicó Bartolomé, pero era una respuesta más bien dirigida a Tina—. Y no soporto la mentira. —¿La guerra va a terminar, señor juez? —preguntó Luz angustiada. Era la primera vez que veía a un ser humano, además de su madre y los actores de las películas que miraba con avidez. —¡La guerra! —exclamó Bartolomé, y miró a Justina—. ¿Estamos en guerra? —Mi hija sabe perfectamente que afuera hay una guerra —dijo ella, y Bartolomé registró que, allí abajo, no pronunciaba exageradamente las erres. —¡Estoy harta de esa guerra! —se quejó Luz—. Quisiera salir y ver el sol... Nunca lo vi. —¡Tiene diez años y nunca vio el sol! Qué locura esta guerra, ¿no? —Por favor, señor juez, no nos delate —suplicó Justina, y continuó, con su velada amenaza—. Si no, van a ser varios los que no van a ver más la luz del sol. —Aprovechen lo poco que queda para dormir y descansen tranquilas, más tarde hablamos... señora —les recomendó, fulminando con la mirada a Justina, y se retiró. Pero en verdad, con motivo de tantas revelaciones y sobresaltos, nadie volvió a dormirse. Ni Nico y su equipo pegaron un ojo ante el descubrimiento de la totecona, ni Bartolomé pensando en la traición de Tina, ni ésta pensando en las represalias que tomaría su amo. Tampoco durmió Luz, excitada por la fiebre y por haber visto por primera vez a un ser humano distinto de su madre. Tampoco durmió Malvina, que aún no había podido incorporarse del piso ni pedir ayuda. Todos los chicos estaban excitados por lo que se habían animado a hacer y, a la vez, asustados, pensando con qué nuevo plan arremetería Barto ahora que uno de sus secretos había sido descubierto. Tampoco dormía Thiago, pen- 236 sando en lo que había visto, enojado por la ingratitud que veía en los chicos y, sobre todo, molesto por la vehemencia con la que Mar defendía a Rama. Tampoco durmió Cielo, que no dejó de dar vueltas en su cama: encontrarse de pronto con el taller había sido impactante, pero ya se le había ocurrido una idea para hacer algo al respecto. En realidad lo que no la dejaba dormir era otra cosa... Sentía que algo más se le estaba escapando y no llegaba a comprender de qué se trataba. 237 A la mañana siguiente, lo primero que vio Bartolomé al bajar las escaleras fue a Justina, que más oscura que nunca lo miraba, cruzada de brazos en la sala. Con una tensión creciente, se hablaron sin dejar de mirarse a los ojos, mientras él bajaba las escaleras. —Buenos días, Justina. ¿Qué tal? ¿Hay sol? —preguntó con ironía Bartolomé. —Para los que no están presos, sí —replicó ella renovando su amenaza de denunciarlo si él se metía con su Lucecita. Sin dejar de amenazarse solapadamente, avanzaron hacia el patio cubierto. A su paso, Bartolomé tomó el diario que estaba sobre una mesa. —¿Alguna novedad sobre el descubrimiento que hizo anoche la camuca arrrribista? —preguntó Justina con la esperanza de que las cosas volvieran a la normalidad, pero Bartolomé no estaba dispuesto a pasar por alto su propio descubrimiento. —¿Qué cosa, no? La gente que guarda secretos en los sótanos de su memoria... y no puede sacarlos a la luz... Es muy retorcido, ¿no, Medarda? —Tan retorcido como sacar los trapitos al sol —replicó Tina. —¡Guerra en África, che! —exclamó sarcástico Bartolomé, mientras hojeaba un poco el diario, al mismo tiempo que caminaban—. ¡Qué cosa la guerra!, ¿no? Hay chiquitos que nunca llegan a ver la luz, un horror... —Hay gente que pierde la libertad, otro horrrror —dijo Justina dejando las ironías de lado y amenazándolo frontalmente. 238 La tensión, las indirectas y las advertencias se cortaron en seco cuando empezaron a oír ruidos y la voz de Cielo, que provenían del taller de los juguetes. Ambos se asomaron y quedaron demudados ante lo que vieron: con la ayuda de los varones, entre todos estaban arrancando las tablas de madera que cubrían las ventanas para que el taller no fuera visto desde afuera. Mar y Jazmín juntaban la mugre acumulada, mientras corrían las máquinas, haciendo espacio. Barto entrecerró sus ojos para defenderse de la luz del sol. Por primera vez, en años, entraba en el taller de juguetes. —¡Sí, señor! ¡Luz del sol para todo el mundo! —exclamó Cielo feliz, y los vio—. Don Barto, doña Urraca, miren lo que estamos haciendo... —Vemos, vemos... —dijo Barto demudado. Cielo les contó que pensaban convertir ese lugar lúgubre en algo mucho más alegre. Habían colocado el horno de cerámica en un pequeño patiecito que había en el fondo del taller, y habían dejado las máquinas ahí apiladas; si alguien quería aprender el oficio, podría hacerlo. Pero ahora que ella había descubierto ese lugar, tenían el espacio que necesitaba, y no tenía antes, para sus clases de baile, que retomaría ese mismo día. Ahora, al abrir la puerta trampa, uniendo el taller con el patio cubierto, quedaba una amplio espacio en el que podían hacer de todo. Señaló a Lleca, Alelí y Monito, que empezaban a pintar con colores las paredes. Usaban con energía sus manos y también varios pinceles, se enchastraban, estaban todos felices y entusiasmados. Barto aplaudió chiquito, fingiendo alegría, y se alejó con Justina pisándole los talones. —Mientras usted y yo nos desgarrrrramos en un guerra interna, la camuca avanza, ¡señorrr! ¿Vio lo que hizo con nuestro bienamado tallerrr? ¿Vio cómo se insuborrrdinan los rroñosos? Señor, le está temblando el pulso, ¿no cree que es hora de poner en caja a esta chiruza? —En eso estamos de acuerdo, Justin —dijo Bartolomé ya con otro tono de voz—. No sólo llegó la hora de ponerla en caja, sino de ponerla en una caja. Es tiempo de que, por 239 fin, no quede un solo Inchausti vivo. Tenes razón, estamos en guerra —aseguró, y se fue sin agregar una palabra más. Justina se quedó sola, en medio del patio. Un río de hielo le recorría la espalda. 240 Thiago estaba un poco arrepentido de su exabrupto con los chicos. No pensaba en realidad las cosas que les había dicho, pero estaba enojado con Rama por haberles arruinado a todos la posibilidad de estudiar, y por eso había reaccionado como lo hizo. Los chicos, por su parte, se habían ofendido y lo ignoraban; era como si no existiese. Unos días después de aquella noche en la que descubrieron el taller, Thiago vio a Rama y a Tacho acarreando pinturas hacia el patio cubierto, les ofreció su ayuda como un intento de acercamiento, pero ellos lo rechazaron dejando en claro que no tenían ningún interés en reconciliarse. Thiago abrió la puerta para salir a la calle y se topó con Tefi, que llegaba llorando. Pensó que era por la charla que habían tenido la semana anterior, en la que ella le había planteado, luego de una gran cantidad de rodeos y digresiones: «¿Qué somos, Thi?» Thiago no tenía una respuesta para eso, por eso no contestó, y su silencio fue tomado como un «somos novios». Entonces tuvo que aclararle que, si bien lo habían pasado muy bien ese tiempo, él no deseaba ponerse de novio con ninguna chica. Tefi había desaparecido tras ese desaire, para reaparecer ese día, una semana después, llorando. Thiago sintió que toda la diplomacia que no había tenido aquel día bebería usarla ahora, pero se sorprendió al ver que no era ruptura el motivo del llanto de ella. La chica le explicó que unos meses antes de cumplir los uince años sus padres le habían preguntado qué quería de rgalo, el viaje o la fiesta, y ella, obvio, había elegido el viaje; . fiesta era re grasa, y el viaje era lo más. Cuando llegó su 241 cumpleaños, había viajado con su madre, Dolo y Delfu a Miami y Orlando, y lo habían pasado súper súper bien. —No entiendo por qué lloras, Tefí... —la interrumpió Thiago. —Porque ahora Dolo y Delfu igual van a hacer fiesta, y no es justo, porque ellas también eligieron viaje; sin embargo sus padres igual les hacen fiesta, ¡y mamá no me quiere hacer fiesta! —estalló en llanto Tefi. —Bueno, Tefi... pero ya tuviste tu viaje... —intentó contenerla él. —¿Pero por qué no puedo tener fiesta igual? Una reunioncita aunque sea... Pero no, mamá dice que en casa no hay lugar, y que me voy a quedar sin fiesta... ¡Todo por no tener lugar! —deslizó, finalmente, el motivo de su presencia allí. Su intento de acercamiento tenía un doble objetivo. Necesitaba conseguir un lugar donde festejar su cumpleaños. Era cierto que su madre se negaba a llenar su casa de chicos pero, además, desde el día en que Thiago le manifestó que no quería ser su novio, lo único que Tefi había hecho fue esperar a que sonara su teléfono. Deseaba escuchar la voz de Thiago, arrepentido, diciéndole que quería ser su novio. Como eso no había ocurrido, decidió generarlo ella misma, pues como había leído en un libro re interesante, el destino se lo hace uno mismo. Tefi quería que Thiago se conmoviera con su relato y le ofreciera su casa para hacer allí la fiesta. Sería un acto inequívoco de amor con el que terminaría, finalmente, aceptando que la amaba con locura y que lo único que quería era ser su novio. Sin embargo, Thiago no le ofreció su casa, y mucho menos le dijo que quería ser su novio. Cielo y los chicos estuvieron unas tres semanas reacondicionando el antiguo taller de los juguetes, para transformarlo de un lugar lúgubre y siniestro, en uno luminoso y cálido. A los chicos les extrañaba mucho que Bartolomé lo 242 hubiera permitido, ignoraban que él estaba ocupándose de otros menesteres. Una vez más, gracias a Cielo, la Fundación se había vuelto un espacio un poco más feliz. Sin embargo, ella notaba que la tensión entre Thiago y los chicos no había cedido, aunque había registrado los intentos de acercamiento por parte de él. Una tarde, en el momento en que ella acarreaba un gran equipo de música que había restaurado, Thiago se ofreció a ayudarla. Mientras caminaban hacia la flamante sala de baile, Cielo le preguntó por qué no se amigaba con los chicos, y él le explicó los motivos de su reacción, sobre todo con Rama; pero también reconoció la negativa de ellos a fabricar juguetes encerrados en ese lugar oscuro. Cielo lo invitó a las clases de canto y baile que ella estaba retomando, con la idea de continuar con la banda que habían comenzado el día del festival, pero Thiago sintió que no sería bienvenido. —Los chicos me tratan con un poco de distancia —explicó. —¡Entonces acorta las distancias! —le aconsejó ella y le sugirió una idea—. ¿Sabes que la semana que viene es el cumpleaños de Mar? Cumple quince años, es un buen momento para acercarte, ¿no? A Thiago le encantó la idea, y creyó que organizándole un festejo volvería a amigarse con ella y con todos los chicos. Llegaron a la sala de baile donde estaban ultimando los detalles, todos miraron con recelo a Thiago mientras depositaba el equipo de música. Cielo, con naturalidad, le pidió a Mar que fuera hasta la cocina a buscar un alargue, y apenas salió, le dio el pie a Thiago para que hablara. —Chicos, Thiago tiene una idea para proponerles —dijo guiñándole un ojo. Todos lo miraron con algo de desdén. —Como la semana que viene es el cumple de quince de Mar... se me ocurrió que le podíamos organizar una fiesta sorpresa. —Yo ya le estoy organizando una fiesta —dijo Rama, seco. 243 —¡Bueno, sumamos la tuya a la de Thiago y le hacemos un fiestón sorpresa! —acotó Cielo. —¿Y tu viejo nos va a dejar hacerle la Tiesta acá? —preguntó Tacho. —Obvio, Tacho... —dijo Thiago, le seguía molestando que pensaran tan mal de su padre. —¡Diganlé que sí! —suplicó Monito—. ¡Con Thiago vamos a conseguir mejor morfi, panchos! —Listo boncha —cerró el acuerdo Lleca. —Cállense que ahí vuelve —dijo Jazmín al ver regresar a Mar con el alargue. Ella miró a todos, que en ese momento disimularon bastante mal. Sin embargo, lograron mantener el secreto, y lo que iba a ser un sencillo festejo se fue convirtiendo en una gran fiesta. Aunque Thiago les reiteraba que su padre no se opondría a festejarle el cumple, los chicos tenían sus dudas, y mucho les extrañaba lo desaparecido que estaba Bartolomé desde la noche en que el taller había sido descubierto. 244 No era el hallazgo del taller por parte de Cielo ni su propio descubrimiento de la existencia de Luz lo que ocupaba a Barto ahora, si bien aún no lo había decidido, ya resolvería cómo desembarazarse de ambos problemas. Lo que lo había absorbido todos esos días era otro descubrimiento que hizo al día siguiente del temblor. Aunque Cielo era la mucama, Justina no permitía que tocara nada de su señor: ni la ropa, ni la comida, ni la habitación, ni el escritorio. Justina se ocupaba de todas sus cosas. Pero desde el enfrentamiento que tuvieron por Luz, como represalia, había dejado de hacerlo, con lo cual el propio Bartolomé debió ordenar el caos que había quedado en el escritorio tras el temblor. Muchos libros habían caído, y en eso estaba, levantándolos del piso y acomodándolos, cuando descubrió un pesado cofre que nunca había visto antes. Se preguntó qué sería eso, no era suyo y presumió que estaría allí desde los tiempos del finado Inchausti. Al levantarlo vio que se había abierto, y en el interior había una extrañísima llave de metal, alargada, con un símbolo en la empuñadura. No era una llave común, de una puerta común; tal vez fuera la llave de la ciudad, que alguna vez le habían dado al viejo Inchausti. Pero Bartolomé reconoció el símbolo de la empuñadura de la llave, una especie de escudo apoyado sobre un par de alas. Tardó unos segundos en recordar de dónde lo conocía, y con una exclamación de júbilo, corrió a la parte de la biblioteca que estaba detrás de su sillón. Había allí, detrás de unos libros, a la altura de sus ojos, una ranura debajo del mismo símbolo, tallado en la madera de la biblioteca. Bartolomé la había descubierto muchos años antes y 245 había pensado que se trataba de una caja de seguridad dor :- la vieja Amalia, tal vez, guardaba dinero, pero nunca h podido abrirla. El cerrajero al que llamó le había dicho c _- eso no era una caja de seguridad, ni siquiera era una puer . Se había olvidado del asunto, hasta ese día. La concordancia de los símbolos era auspiciosa... Me la llave en la cerradura, ¡y entró! Con gran expectativa _ hizo girar, se oyó un clic, y para su sorpresa, toda la par: giró sobre su eje, como una puerta giratoria, y de proír Bartolomé se encontró en el interior de una habitación Secreta, justo detrás del escritorio en el que se había sentac durante tantos años. La habitación era cuadrada; las paredes, salvo la giratoria, que era una pared biblioteca, estaban revestidas cor unos paneles cuadrados, de unos treinta por treinta centímetros, de todos los colores, y en el centro de la habitación había una pequeña tarima, y sobre ésta, un extraño objeto que al principio Bartolomé no reconoció. Hacía mucho frío y olía a encierro. Bartolomé estaba exultante; creyó, por fin, haber descubierto la bóveda de seguridad, donde la vieja guardaría muchos millones, y se entusiasmó con la idea de poder mandar todo al diablo y salir a recorrer el mundo en velero. Sin embargo, no había millones a la vista, sólo ese objeto, al que Bartolomé se acercó para mirar de cerca, y se llevó una gran sorpresa al ver que se trataba de un Simón, un juguete muy popular de los años 80, que consistía en imitar una secuencia de sonidos y colores que el juguete producía. —¡Viejo loco! —exclamó, no sin fascinación, Bartolomé. Una vez más comprobaba que la mansión era una caja de sorpresas, repleta de puertas trampas y pasadizos secretos. El viejo Inchausti había sido un niño grande, inventor, que se divertía con esas cosas. Intentando seguir la lógica del viejo Inchausti, Barto entendió que había protegido sus millones con ese Simón, y que tal vez, jugando, y logrando ganarle, las arcas se abrirían para conducirlo derecho al velero. 246Lo encendió y, paca su sorpresa, el juguete funcionaba a la perfección. Comenzó una partida, el Simón encendió la tecla roja, haciendo un sonido. Bartolomé lo imitó... y así, repitió la secuencia que el juguete proponía durante varias movidas, hasta que se equivocó y escuchó el característico sonido que señalaba un error. De pronto uno de los paneles cuadrados que revestían las paredes se abrió y salió un enorme puño montado sobre un mecanismo retráctil, que le dio un fuerte golpe a Bartolomé en la nuca. —¡What the hell! —exclamó dolorido y se frotó el lugar donde había recibido el golpe. El mecanismo del puño se retrajo y la tapa de madera se cerró. Bartolomé maldijo al viejo loco e hizo otro intento. Esta vez perdió a las pocas movidas, y se agachó para evitar el puño, pero se abrió una tapa cuadrada, de otra pared, y otro puño, al ras del suelo, le pegó una fuerte trompada a la altura de los ríñones. Durante varios días volvió a entrar en la habitación secreta a enfrentarse con el Simón y los puños, sin mejores resultados. Pasaba largas horas, día y noche, allí encerrado, obsesionado con ganarle. Hasta que un día recordó que Malvina, cuando era chiquita, había demostrado ser una talentosa jugadora de Simón. Su hermana nunca había servido para nada, pero ningún Simón se le resistía. Corrió a buscarla. Malvina aún tenía yeso en la mayor parte de su cuerpo, aunque ya le habían retirado algunas vendas de la cara. La sentó en la silla de ruedas, con una pierna aún estirada por completo por el yeso, y con la ayuda de Cielo la bajaron. Cielo opinó que era pronto para sacarla de la cama, pero Barto adujo que la bólida necesitaba estar más acompañada. Despidió a Cielo y se encerró con Malvina en su escritorio. Pegó la silla de ruedas a la biblioteca y accionó la llave, Malvina pegó un grito cuando giraron junto con la pared. La pierna extendida se trabó cuando completaron el giro, y Bartolomé tuvo que hacer un gran esfuerzo para destrabarla, mientras le tapaba la boca para acallar sus gritos. 247 Finalmente logró hacerla entrar en la habitación secreta, y la colocó frente al juego. —¡Hace lo que sabes hacer, bólida! —la animó, y Malvina se puso a jugar. —Medio que le perdí la mano, Barti —explicó ella tras fracasar tres veces. El puño siempre aparecía desde un lugar diferente, y siempre le daba a Bartolomé. Pero finalmente Malvina logró vencer al Simón, que empezó a hacer una serie de sonidos festivos. Mientras Malvina y Barto festejaban como dos chicos victoriosos, dos paneles cuadrados se abrieron, y asomó un estante con un viejo teclado de computadora y un monitor, que estaba ornamentado como un monstruo dentado. Un cursor que titilaba era la señal evidente de que estaba encendido. —¿Una computer? —dijo Malvina extrañada. —Del año del jopo, y disfrazada de juguete... —agregó Bartolomé más extrañado aún—. ¿Qué significa todo esto? —Es tipo una escultura, Barti... —arriesgó Malvina—. Tipo con mensaje, ¿you know? Quiere decir algo así como que la tecnología es tipo un monstruo... un monstruo que devora... ¿Devora los monitores? —¡No, bólida, acá hay algo gordo! Si no, ¿para qué el viejo loco metió una computer en este escondite y la protegió con un Simón? —le preguntó para hacerla entender de qué se trataba, y ya se envalentonó—. ¡Ah, no, a mí ni me pongas un misterio adelante, porque no me muevo hasta que no te lo resuelvo! Bartolomé agradeció a Malvina por los servicios prestados. Cuando intentaba sacarla de la habitación, nuevamente se trabó su pierna enyesada con el borde de la pared giratoria, pero pudo destrabarla a tiempo y la condujo a la sala, donde la esperaba Nicolás, que había ido a visitarla. Bartolomé volvió a su escritorio y cuando iba a hacer girar una vez más la pared, apareció Justina, increpándolo. —¡Hablemos, señor! —No tenemos nada de qué hablar —dijo él, no tanto por 248 el enojo sino por la urgencia por regresar a la habitación y descubrir para qué servía esa computadora. —¡Usted y yo vamos a hablarrrr y rrresolver este entuerrrrto! —prosiguió ella—. Yo le aseguro que mi Lucecita no va a ser un estorbo para usted y su herencia. —Eso te lo aseguro yo. Ahora retírate, Medarda. Ella se fue, mascullando impotente, y él entró raudo en la sala secreta. Pero como Justina había decidido que resolverían ese asunto en ese momento, retrocedió y volvió a entrar. Se quedó dura al ver cómo la biblioteca terminaba de cerrarse y que Bartolomé había desaparecido tras ella. Ofuscada, pero no sorprendida, pues nadie más que ella sabía que la casa estaba llena de puertas y pasadizos secretos, buscó en la biblioteca alguna palanca o mecanismo que volviera a abrirla. Le llevó varios minutos encontrarla, pero la halló: un falso libro. Lo movió y la biblioteca volvió a girar; del otro lado, Bartolomé se pegó un susto épico. —¡Me diste un susto de la gran siete, chitrula! —¡Con que secretitos, don Bartolomé! —dijo ella indignada. —¡Habló la reina de los secretos! —replicó él—. ¿Conorías este secreto, Medarda? —No —respondió ella examinando el lugar—. Pero deben r cosas del finado viejo loco. ¿Qué es eso? —preguntó señalando la computadora. —No lo sé, una computadora del tiempo de Ñaupa. Pero no hace nada... —dijo apretando varias teclas a la vez—. Creés que esto será una caja de seguridad? ¿Habrá dinero escondido acá? —Busquemos señorrr, busquemos mientras limamos asperezas —propuso ella, y lo miró—. ¿Qué son esos moretones que tiene en la cara? —¡Locuras del viejo loco! Cada vez que haces algo mal, sale un guante y te da un sopapo... —explicó—. Dale, Justin, :ipeá, tipeá, vos... —Qué cortés... —ironizó ella, entendiendo que él la mandaba a la vanguardia para evitarse los sopapos. 249 —¿Me está diciendo descortés, señora traición —res pondió él. —No se preocupe, mi señor, lo descortés no quita le cobarrrrde —y se puso a investigar la computadora mientras Bartolomé aún pensaba en el significado de su ironía. 250 Capitulo 07 Sorpresa tras sorpresa La noche previa al cumpleaños de Mar, Thiago estaba guardando en la heladera la comida que habían comprado ara la fiesta sorpresa. Nacho estaba con él, hablanule sin ayudarlo, rogándole que lo invitara a la fiesta para poder volver a abordar a Jazmín; estaba convencido de que e faltaba muy poco para lograrlo, cuando de pronto se oyó un grito muy agudo detrás de ellos. Ambos giraron, allí esaba Tefi. —¡Naa, me muero! ¡No escuché nada, no escuché nada! —dijo Tefi haciendo el ademán de irse. Thiago la miró sorprendido, sin imaginar lo que estaba entendiendo Tefi, quien no pudo contener tanta felicidad y enonces volvió sobre sus pasos para abrazarlo. —¡Sos un dulce, Thi, no puedo creerlo! —¿De qué hablas, Tefi? —preguntó él. —Ay, me muero, qué tierno... Quiere seguir con la sor cresa —dijo Tefi mirando a Nacho—. ¡Qué guardado te lo terias, Nach, eh! ¡Bueno, me voy, me voy, no escuché nada! —chiló, radiante, y se retiró. Pasados unos minutos y tras atar algunos cabos sueltos, Thiago empezó a comprender el equívoco, y necesitó corro; orar con Nacho lo que estaba pensando. —¿Creyó que la fiesta sorpresa es para ella? —Sí, man —le confirmó Nacho. Thiago sintió que sería muy desagradable tener que acla-arlo, pero no tenía opción, y salió tras Tefi, pero desde el _ asillo que conducía a la sala, la oyó, histérica y chillando, ablando con su padre. —¡Gracias, Barti! Son unos dulces... —la oyó decir. 253—Vos también, Tefita, sos una sweety. ¿Pero por qué me agradeces? —¡Ay, no, me muero, vos también disimulas! —se entusiasmó Tefi—. Ya me enteré, Barti, me enteré de que Thi me está organizando una fiesta sorpresa acá, por mis quince. —¿Quién la paga? —fue la pregunta brutal de su padre, siempre tan monotemático. Por toda respuesta, Tefi se rio, y se alejó diciendo «¡no escuché nada, no escuché nada!» Bartolomé se encaminó hacia la cocina, molesto con la idea de que su hijo gastara en fiestitas sorpresa para sus noviecitas. Justo se encontraron a los pocos pasos. —¿Cómo que le organizaste una fiesta a la chiquita de Elordi che? ¿Hicieron vaquita, pagan entre todos? —No, es una confusión, papá —aclaró Thiago—. Tefi nos escuchó organizando una fiesta sorpresa, pero es para Mar. —¿Qué Mar? —preguntó Barto absorto. —Mar... Marianella cumple quince años mañana, ¿no sabías? —¡Decime que no pagaste los saladitos con la extensión de la tarjeta! —se alarmó Bartolomé. En ese momento reapareció Tefi, aún excitada, y dijo: —Thi, me encanta la sorpresa y el gesto, y voy a hacer como que no sé nada, pero ¿tipo a quién invitaste? —A los chicos de la Fundación... —contestó Thiago, como una manera de comenzar a aclarar la confusión. —¿Qué? —se horrorizó Tefi. —¡Te está cachando! —intervino Barto—. Invitó a todo el colegio a tu súper híper fiesta sorpresa. ¡Ahora go, go! Vaya chinita, así nos ocupamos de la fiesta acá... —¿A Dolo y Delfu también las invitaron, no? —chequeó Tefi. —¡Por supuesto! —respondió Barto ya con impaciencia, mientras la empujaba—. Ahora ¡go! Y Tefi se fue, dando un alarido de felicidad. Thiago miró a su padre. —¿Qué haces, papá? 254 —¿Qué haces vos, chambón, organizándole fiestitas a Marianella? —Es el cumple, y todos vamos a darle una sorpresa... —¿Cuándo vas a entender que no les haces ningún bien acercándote a ellos? ¿No te alcanzó con lo del Rockland para ntenderlo? Ustedes pertenecen a mundos diferentes, hablan listintos idiomas, entendelo de una vez, ¡por favor! —Thiago quiso irse y él lo detuvo. —¿A dónde vas? —A frenar a Tefi, tengo que decirle que la fiesta no es ara ella. —Por supuesto que la fiesta es para ella —dijo Barto con veridad—. ¡Ellos son tu gente, con ellos haces fiestitas, y íar las hará con su gente! —sentenció, y giró con la inten- m de retirarse, pero se dio vuelta y agregó, medio de cos- Jo—: ¡Y que todos colaboren con los gastos, che! Thiago intentó hablar con Tefi, pero su teléfono dio ocuio durante dos horas seguidas, pues estaba llamando ella sma a todos sus compañeros, para chequear la presencia cada uno en la fiesta sorpresa. A medida que le repetían e no estaban al tanto de la fiesta, ella más refirmaba que trataba de una sorpresa y más amaba a Thiago. Si Thi oía tenido semejante gesto, era, sin dudas, porque quería ver con ella y, ahora sí, ser novios oficiales. Y nadie debeperderse esa fiesta. Cuando se hartó de llamarla sin éxito, Thiago miró su j. Eran las doce menos diez, en diez minutos comenza z el cumpleaños de Marianella. Rama estaba en la sala de baile, donde aún había olor a zTura, rasgando una guitarra, mientras pensaba que ya --- mpo de dejar de ser un nene asustado. Veía cómo avanzaba decidido en la organización del cumplea- Mar, con la clara intención de seducirla. No podía cul- 1 hacía lo mismo, aunque se esforzaba por ocultarlo, 0raba. La trataba amistosamente, y desde que él había pálido en su defensa la noche del episodio del vestido, ella 255lo había adoptado como su mejor amigo. Sentía que la defraudaría si le confesaba que en realidad le gustaba como mujer, y lo que quería era besarla, además de escucharla con oreja de amigo. A pesar de sus múltiples dudas, algunos gestos tiernos por parte de Mar lo impulsaban a creer que su amor era correspondido. —¡Vos no sos más lento porque te falla el burro de arranque! —le dijo Mar un día mientras pintaban la sala de baile. Esa expresión en Marianella era bastante tierna, pensó él. Y al referir a su lentitud, entendió que ella lo estaba animando a que por fin la abordara. Con muchas dudas, cavilaciones y dolores de panza, había decidido por fin hacerlo. Ésa era una gran decisión para un pequeño hombre, ya que el amor, para Ramiro, era algo cargado de angustias y ansiedades. Para él, querer implicaba abrir el juego a la posibilidad del abandono, y eso le resultaba intolerable. Pero más intolerable le parecían las aceleraciones de su corazón cada vez que veía a Mar, y pensar día y noche en ella, en sus ojos, en su olor. Debía hacer algo con lo que sentía, y lo haría ya, esa noche. Por eso decidió que justo a las doce, sería el momento ideal. Miró su reloj y su corazón se aceleró, generándole una sensación de vacío en el estómago: faltaba sólo un minuto para las doce. En el lapso de ese minuto, pensó varias veces en abandonar su empresa, y varias veces se obligó a persistir en su determinación. Cuando por fin su reloj dio las doce, decidió esperar cinco minutos más para no parecer tan desesperado. Cuando el reloj marcaba las doce y cuatro minutos, decidió hacerlo ya o enloquecería, y armándose de valor, salió hacia el patio cubierto, dispuesto a confesarle a Mar lo que sentía. Pero al llegar a la puerta de la habitación, se le estrujó el corazón. Alguien había tenido la misma idea, y se le había adelantado. Thiago estaba sentado en la cama junto a Mar que, aunque aún estaba algo molesta con él, se sentía muy halagada con su gesto. Marianella tenía razón, él no era más 256 lento porque le fallaba ese burro del que siempre hablaba ella. Frustrado y enojado consigo mismo, se alejó, para no seguir sufriendo el sinsabor de su cobardía. Dentro de la habitación, Mar se esforzaba por encontrarle algo negativo a cada gesto de Thiago. «Sí, me vino a saludar, pero no me trajo ni un mísero regalo», dijo una voz dentro de su cabecita, y en ese momento Thiago sacó un paquete. —Espero que te guste —le dijo. Ella lo abrió con torpeza. Excepto por algunas prendas de ropa que Cielo le había dado, era el primer regalo que recibía en su vida. Se extrañó un poco al descubrir que era un teléfono celular. —Es con tarjeta —explicó Thiago—. Pero yo todos los meses te voy a dar una... Vas a poder hablar con quien quieras, cuando quieras... Mar miró el celular, muy sorprendida, era un regalo impensado para ella, sin embargo persistía en buscarle una quinta pata al gato para no ilusionarse con él. «Regalo de :heto», pensó. «Además, si me vas a regalar algo, ponele un poco de onda». —Pero, más que nada... te lo regalo para que puedas ablar conmigo —continuó él—. La verdad, me encantaría aablar con vos todas las noches antes de acostarme, por lejemplo. Ella se enterneció ante esa declaración, pero de inmediato esa vocecita molesta señaló: «Claro, te hace regalos aros y te dice palabritas lindas... El nene bien quiere encanillar a la pobretona. Si de verdad te quisiera, te habría regando algo más romántico». Y en ese momento Thiago sacó un rosa que escondía en espalda y se la entregó. —Feliz cumple, Mar —le dijo con mucha dulzura y sin itridencias. Ella balbuceó «gracias», mientras miraba la flor. Lo vio rarse para irse, y la vocecita volvió a decir: «Bue, pura Cabrita, regalito, florcita, pero no te da ni un beso». Y como 257 si la escuchara o le adivinara cada pensamiento, Thiago volvió y sin darle tiempo a nada le dio un beso en la mejilla. —Feliz cumple —repitió, y se fue. Marianella quedó flotando en las nubes. Thiago había sido el primero en saludarla, a las doce en punto; le había regalado un celular para estar comunicados, y una flor. Y le había dado un beso muy tierno. «Si te quisiera tanto, al menos te habría organizado una fiesta sorpresa.» Entonces Marianella se hartó de tantos pensamientos negativos e hizo callar con un golpecito en su sien esa voz que le boicoteaba esa increíble felicidad. 258 Al día siguiente Bartolomé atravesó la sala, donde ya comenzaban los preparativos para la fiesta; se cruzó a su paso con Nacho y le preguntó si el DJ era algún amiguito de ellos. —No, lo contrató Thiaguito, man. Es un fuego ese DJ... —Ah, genial, genial... Bueno, lo pagarán de la vaquita —intentó contentarse Bartolomé—. Diviértanse... Cuando mpiece a sonar la música disco, vengo a sacarle lusre a la pista, ¡che! —lo codeó en compinche, y salió contoneándose como un púber hacia el escritorio. En realidad esa noche ni la fiesta, ni los gastos lo preocupaban demasiado. Estaba obsesionado con la habitación secreta que había descubierto. Entró en el escritorio, allí lo esperaba Justina, con quien ya estaban en buenos términos, simplemente omitían hablar del secreto del sótano. —Preparé un tentempié —dijo ella señalando una banieja—. Paté de foie como le gusta, unos pistachos, nueces, un poco de Hesperidina para calentar un poco los huesos... —Es cierto, qué fresquete que hace ahí adentro —dijo 3artolomé, pasando por alto el contenido afrodisíaco del tenempié. Activaron la pared giratoria, y entraron en la habitación secreta. Thiago fue a la sala de ensayos, donde los chicos tenían retenida a Mar. Cielo estaba con ellos, y la entrada de Thiago era el código convenido para llevar a Mar hacia la sala y sorprenderla. Thiago no se había animado a contarles a los chicos el equívoco que se había producido con Tefi, confiando 259 en que podría aclararle a ella la confusión a tiempo, pero n había podido hablarle en todo el día Si no estaba en la peluquería, estaba con la modista, o con la maqmlladora Cada vez que había hablado con Julia, ella le había pedido que le agradeciera a su padre el hermoso gesto de prestarle la casa para la fiesta de su hija —Yo mando dos tortas, no te preocupes por lo dulce —le dijo la madre de Tefi, y Thiago ya no se sintió capaz de rectificar el error Tironeado entre sus dos mundos, esperaba que ni lo chicos ni Mar se enojaran por compartir la fiesta con sucompañeros Intentó anticipárselo a Rama mientras avar zaban todos llevando a Mar con una excusa, pero tampoco llegó a hacerlo Apenas entraron en la sala y Mar vio la deco ración, la comida y el DJ, sintió que una vez más Thiago había contradicho a esa molesta vocecita de su cabeza Giro emocionada, y le pregunto —¿Vos organizaste esto para mí —En realidad —comenzó a hablar Thiago, con la intención de comunicarles que serían dos las homenajeadas, pero en ese momento entraron, en tropel, Tefi y una horda de amigos Tefi empezó a chillar, sobreactuando como si se tratara de una sorpresa de la que no tenía ni idea Vio a Thiago y se le colgó del cuello —iTe amo, gordo, sos lo más1 |Me muero con la fiesta sorpresa que me hiciste1 Muy incómodo, Thiago vio los rostros desencajados de todos los chicos, de Cielo, y sobre todo de Mar Tefi los miró casi con asco —¿De verdad los invitaste a ellos Estaría bueno que se bañen si van a estar en mi fiesta, ¿no —dijo riendo y se alejó, para saludar a Dolo y Delfu que acababan de entrar —i Soy una perna mal tuneada1 —exclamó Mar con mucha vergüenza— |¿Cómo voy a pensar que me organizaste una fiesta a mí?1 Y se fue casi corriendo Thiago se quería morir, miró a Cielo, pidiendo ayuda 260—¿Qué hiciste, Thiago? —preguntó ella, confundida. —Fue un error... Es largo de explicar, ¿pero no podemos festejar todos juntos? —No, deja, festeja vos con tus amigos, nosotros vamos con Mar a la sala de baile —dijo Tacho, y miró a Jazmín, que contemplaba a Nacho. Tacho sintió una súbita oleada de bronca; desde aquel beso, Jazmín se había negado a volver a besarlo, y ahora, además, volvía a mirar a Nacho. —Vamos, ¿o te querés quedar acá a ver si te da bola algún cheto? —le preguntó con bronca. —Sos un idiota —le respondió Jazmín, y luego miró a Thiago—, y vos también. Todos se fueron al patio cubierto, estaban furiosos con Thiago. Mientras tanto Mar se había encerrado en el baño, seguramente para llorar a solas. Detrás vino Cielo con Thiago, quien ya le había explicado cómo se habían sucedido los hechos. —Chicos, Thiago lo hizo por una buena causa... La fiacucha esa, Tefi, tampoco tuvo su fiesta, y él quiso darle una sorpresa a las dos, ¿está mal? —Nos hubieras avisado, Thiago —dijo Rama. —¿No podemos ir todos allá, y divertirnos todos juntos? —medió Cielo, y fue hacia la puerta del baño y golpeó—. Mar, mi amor... la fiesta también es para vos. Thiago y los chicos la organizaron... Aunque claro, Thiago billetera pagó todo. Pero es para vos también. —No, es para la novia de Thiago —respondió Mar sin abrir la puerta. —Tefi no es mi novia, y era para vos esta fiesta —aclaró él. Cielo prometió intentar convencerlos, y Thiago volvió a la sala. Mar salió del baño, nadie le dijo nada, pero era evidente que había estado llorando. —No te pongas mal, Mar... Vamos a festejar nosotros —le dijo Jazmín. En ese momento apareció Nacho, radiante. 261 —¿Qué hacen acá? —preguntó, y miró a Jazmín—. Gitanita, te estoy esperando, man... Vos y yo vamos a dar cátedra de baile. —No, yo voy a festejar acá el cumple de Mar. —Anda si querés, Jazmín, yo me voy a dormir —dijo Mar. —No, ¿por qué? —repuso Rama—. Vos vas a tener tu fiesta. —Y vos también, gitanita —agregó Nacho, a cuento de nada. —¡Raja de acá, chabón! —dijo Tacho en tono amenazante. Cielo le pidió a Nacho que se fuera, y luego intentó convencer a Mar de que no se perdiera su fiesta. Thiago se había mandado un moco, pero sus intenciones habían sido buenas. Mar entonces confesó que no quería pasar vergüenza con esa ropa ante las chetas. —Eso tiene solución —aseguró Cielo. Evitando pasar por la sala, fueron por el ala de servicio hasta la planta alta, y se escabulleron en la habitación de Malvina, que ya estaba bastante recuperada y hasta había ido a cenar a la casa de Nico. —¿Pero le voy a robar un vestido a Malbicha? —preguntó Mar escandalizada cuando Cielo abrió el vestidor de Malvina. —Robar no. Tomar prestado. Hablé con ella y me dijo que sí —mintió Cielo. —Éste es perfecto para vos —dijo Jazmín tomando un vestido muy llamativo del vestidor. —¿No es un poco mucho? —exclamó Mar. —En cuestiones de ropa, vos confia en mí —dijo Jazmín, y Cielo estuvo de acuerdo. Justina y Barto llevaban varios minutos en la habitación secreta, habían probado de todo en el teclado, y nada. Tina había sugerido llamar a un experto en computación, pero Barto no quería dejar entrar a ningún extraño allí. Él suponía que debía ingresar algún tipo de clave, pero no se le ocu- 262 —¿Qué hacen acá? —preguntó, y miró a Jazmín—. Gitanita, te estoy esperando, man... Vos y yo vamos a dar cátedra de baile. —No, yo voy a festejar acá el cumple de Mar. —Anda si querés, Jazmín, yo me voy a dormir —dijo Mar. —No, ¿por qué? —repuso Rama—. Vos vas a tener tu fiesta. —Y vos también, gitanita —agregó Nacho, a cuento de nada. —¡Raja de acá, chabón! —dijo Tacho en tono amenazante. Cielo le pidió a Nacho que se fuera, y luego intentó convencer a Mar de que no se perdiera su fiesta. Thiago se había mandado un moco, pero sus intenciones habían sido buenas. Mar entonces confesó que no quería pasar vergüenza con esa ropa ante las chetas. —Eso tiene solución —aseguró Cielo. Evitando pasar por la sala, fueron por el ala de servicio hasta la planta alta, y se escabulleron en la habitación de Malvina, que ya estaba bastante recuperada y hasta había ido a cenar a la casa de Nico. —¿Pero le voy a robar un vestido a Malbicha? —preguntó Mar escandalizada cuando Cielo abrió el vestidor de Malvina. —Robar no. Tomar prestado. Hablé con ella y me dijo que sí —mintió Cielo. —Éste es perfecto para vos —dijo Jazmín tomando un vestido muy llamativo del vestidor. —¿No es un poco mucho? —exclamó Mar. —En cuestiones de ropa, vos confia en mí —dijo Jazmín, y Cielo estuvo de acuerdo. Justina y Barto llevaban varios minutos en la habitación secreta, habían probado de todo en el teclado, y nada. Tina había sugerido llamar a un experto en computación, pero Barto no quería dejar entrar a ningún extraño allí. Él suponía que debía ingresar algún tipo de clave, pero no se le ocu- 262—¿Qué hacen acá? —preguntó, y miró a Jazmín—. Gitanita, te estoy esperando, man... Vos y yo vamos a dar cátedra de baile. —No, yo voy a festejar acá el cumple de Mar. —Anda si querés, Jazmín, yo me voy a dormir —dijo Mar. —No, ¿por qué? —repuso Rama—. Vos vas a tener tu fiesta. —Y vos también, gitanita —agregó Nacho, a cuento de nada. —¡Raja de acá, chabón! —dijo Tacho en tono amenazante. Cielo le pidió a Nacho que se fuera, y luego intentó convencer a Mar de que no se perdiera su fiesta. Thiago se había mandado un moco, pero sus intenciones habían sido buenas. Mar entonces confesó que no quería pasar vergüenza con esa ropa ante las chetas. —Eso tiene solución —aseguró Cielo. Evitando pasar por la sala, fueron por el ala de servicio hasta la planta alta, y se escabulleron en la habitación de Malvina, que ya estaba bastante recuperada y hasta había ido a cenar a la casa de Nico. —¿Pero le voy a robar un vestido a Malbicha? —preguntó Mar escandalizada cuando Cielo abrió el vestidor de Malvina. —Robar no. Tomar prestado. Hablé con ella y me dijo que sí —mintió Cielo. —Éste es perfecto para vos —dijo Jazmín tomando un vestido muy llamativo del vestidor. —¿No es un poco mucho? —exclamó Mar. —En cuestiones de ropa, vos confia en mí —dijo Jazmín, y Cielo estuvo de acuerdo. Justina y Barto llevaban varios minutos en la habitación secreta, habían probado de todo en el teclado, y nada. Tina había sugerido llamar a un experto en computación, pero Barto no quería dejar entrar a ningún extraño allí. Él suponía que debía ingresar algún tipo de clave, pero no se le ocu- 262rría cuál podría haber puesto el viejo loco. Habían probado con todos los nombres de la familia Inchausti hasta el de su primo, Carlos María. —¿Será Ángeles? —arriesgó Tina por arriesgar. —¡Pero no seas chitrula, che! ¿Cómo va a ser Ángeles si el viejo murió mucho antes de que ella naciera? —Con probar no se pierde nada... Y él, sólo por darse el gusto de insultarla, probó, confiando en que una vez más la computadora haría el ruidito de error. Sin embargo, al tipear «Ángeles», el monitor ominó un destello y apareció la frase «Bienvenido doctor Inchausti», con una tipografía antigua y gruesa. Bartolomé pegó un salto, y dando un grito abrazó a Jusna, que en ese momento se bebía un sorbo de Hesperidina. £ila no dejó pasar la oportunidad del abrazo y se aferró a -1, hasta que él chilló: —¡Soltá, che, que los millones nos esperan! Y volvió al monitor. Apretó «enter» y en la pantalla apaeció una cuadrícula con los números del uno al dieciséis. Bartolomé tipeó el número uno, y de inmediato bajó desde el techo una bola de espejos que comenzó a girar, se apaga- >n las luces, y quedaron iluminados apenas por un spot de z roja que pegaba contra la bola de espejos. Y de pronto, mpezó a oírse música. Won’tyou take me to... funkytown (break it down) Won’tyou take to... funkytown (once more from the top) Take me, won’t you take me... I wanna go, to funkytown [now... La música disco estalló a todo volumen, y Barto, creyendo -star muy cerca de su hallazgo, se bajó de un trago una co- a de Hesperidina, y comenzó a bailotear al ritmo de Funky- ., doblando su torso hacia adelante y hacia atrás. Justina, entre tanto, se preguntaba cuándo comenzarían los lentos. 263 La fiesta, en algunos aspectos, era un deja vu de la anterior. Como aquella vez, Tacho estaba con ganas de descargar su furia nuevamente en los cachetes de Nacho quien como siempre, revoloteaba alrededor de Jazmín. Tefi esperaba poder despertar la envidia de sus amigas cuando Thiago se le declarara delante de todos, y Rama, una vez más, sentía que terminaría aquel encuentro sin confesarle sus sentimientos a Mar. Pero esa noche, seguro, algo se transformaría para siempre. Cielo y Jazmín habían ayudado a cambiarse de ropa a Mar, que le pidió a Cielo que la maquillara, algo que jamás había hecho hasta el momento. Mientras lo hacía, Cielo le preguntó qué sentía al saber que Thiago había organizado esa fiesta para ella. —Para mí y para su novia —corrigió Mar. —Ex novia —corrigió a su vez Cielo. Y la animó a hablar de lo que ella sentía por Thiago, pero Mar lo evitó confrontando a Cielo con sus propios dilemas amorosos. —¿Y vos, qué sentís al ver que tu don Indi está con Malbicha cuando te quiere a vos? Cielo dio por terminados el maquillaje y la charla. Mar se vio en el espejo y no pudo creer lo que sus amigas habían hecho con ella; no se reconoció, vio a una chica hermosa que ella jamás imaginó que podría ser. Cielo la acompañó hasta la fiesta, y juntas descendieron la escalera. El bullicio cesó, y todos quedaron perplejos al ver bajar a Mar. Tenía un vestido blanco, sencillo y sensual; su pelo lacio y sedoso, y una sonrisa que nadie había visto jamás. 264 Rama se enamoró aún más al verla, pero de pronto, como eclipsándolo, Thiago se adelantó, y fue hasta la base de la escalera para recibir a Mar. La tomó con una mano y la condujo al centro de la pista. Él le había pedido expresamente al disc jockey que no pusiera el vals esa noche, creyendo que Mar no volvería, quería evitarse la situación de tener que bailarlo con Tefi, pero se dijo que debería darle una gran propina y un fuerte abrazo al DJ, cuando empezó a sonar un vals. Distraído tratando de levantarse a Dolo o a Delfu, cuando el DJ vio bajar a Mar, entendió que era la cumpleañera y como un autómata puso el vals, de la misma manera que lo hacía en cada cumpleaños de quince. Rama y Tefi se entristecieron y enfurecieron respectivamente cuando vieron que Thiago y Mar comenzaron a bailar el vals. Cielo corrió a su altillo a buscar la cámara de fotos, sería imperdonable no eternizar ese momento. Pero nunca regresó. Bartolomé ya había tipeado catorce de los dieciséis números que aparecían en el monitor, pero sólo había logrado dos cosas: cambiar la música por un tema lento Under my skin, de Frank Sinatra) y trabar la puerta giratoria. Ahora no podían salir, y además Tina estaba como extasiada por el encierro, la música, la Hesperidina y la proximidad. —¡Córrete, Tina, que hace calor! —le dijo cuando ella lo abrazó por detrás al ritmo de la música. —Hace un rrrato se quejaba del frasquete que hacía acá... Disfrutemos del calorrr, mi señor. —Pero sos tarúpida, ¿no te das cuenta de que estamos ncerrados? De puro tozudo empezó a golpear el teclado, y de pronto a pantalla volvió a producir un destello. Aparecieron en el aonitor cuatro recuadros con las imágenes de cuatro cámaas de seguridad. En el extremo superior izquierdo se veía I pasillo de la planta alta por el que avanzaba Cielo hacia i altillo. En el extremo superior derecho aparecía el escri- 265 torio de Bartolomé, vacío. En el extremo inferior izquierdo podía observarse el jardín. Y en el extremo inferior derecho, se veía la sala. —¿Cámaras de seguridad? ¡Qué hombre tan de avanzada! —exclamó muy extrañado Bartolomé. Aprovechando que lo veía tan ansioso y simulando que se aproximaba a la pantalla para distinguir mejor lo que transmitía, Justina lo tomó por la cintura, al ritmo de la música. —¡Salí de encima! —le gritó Bartolomé, y agregó—: ¿Vos sabías que había cámaras de seguridad? —Sólo las que usted puso en el área de los purretes, mi amor, digo mi señor. —¡Viejo loco! —exclamó él—. Semejante despliegue misterioso para unas míseras camaritas de seguridad. —Mi señor, ¿usted ve lo que veo yo? —dijo Justina recuperando súbitamente la sobriedad. —Sí, la fiesta de la flaquita, la noviecita de Thiago. —El niño Thiago está bailando el vals, pero no con una flaquita. Señor... ¿ésa no es..? Ambos observaron más de cerca la imagen de la cámara de seguridad, se miraron y dijeron al unísono: —Marianegra Una cámara escondida en el ojo del cuadro de Amalia Inchausti captaba las imágenes de lo que sucedía en la sala. Tacho había sacado a los empujones a Nacho cuando quiso bailar el vals con Jazmín. Rama miraba con tristeza, y Tefi, con enojo a Thiago y Mar, que bailaban hipnotizados. Por un momento Mar se dejó llevar, abstraída, pero pronto volvió a tener conciencia de lo que estaba haciendo y quiso dejar de bailar. —¿Qué pasa? —preguntó Thiago. —Me da vergüenza, todos miran —respondió ella. —Olvídate de todos, Mar. Menos de mí... —le pidió, y le guiñó un ojo. 266 Thiago estaba decidido a todo o nada, y sabía que no tendría mejor ocasión que aquella para concretar eso que anhelaba hacer desde el día en que la había rescatado de la fuente. —¡Decime que no es cierto! —gritó Bartolomé pegado al monitor—. ¡Decime que no es Marianegra bailando el Danubio azul con Thiaguito! —Me parece que es, señor... pero, y ¿esa rrropa? —No es, ¿me escuchas? ¡No es! ¡No puede ser! —suplicó al borde del síncope. —Y... yo más bien diría que... es. —¡Mentime, mamerta! ¡Decime que Thiaguito baila el vals con la flacucha esmirriada! —¡Basta de mentiras entre nosotros, señorrrr! Thiaguito aila el Danubio azul con Marianegra, ¡y con los labios a un ntímetro y medio de distancia! —exclamó llena de envidia j astina. Bartolomé tuvo un vahído, y Justina lo sostuvo entre sus azos. Thiago atrajo a Mar un poco más hacia sí mientras baioan, y ella sintió un escalofrío, que confundió con incomodidad. —Por ahí, es como un poco mucho, ya, ¿no? —¿Preferirías ir a otro lugar? —dijo él; una vez que había J ridido avanzar, no retrocedería tan fácilmente—. Si quepodemos ir al jardín... Hay una luna increíble. —La luna del amor eterno —dijo Mar, y Thiago la miró extrañado—. Jazmín dice que hoy es no sé qué pavada, qué 3sta gitana, que se llama el lunar del amor eterno —dijo i tartamudeando y confundida ante la proximidad de esos ares de Thiago que tanto le gustaban. , —No es una pavada. Yo creo en eso. —¿En la fiesta gitana? —preguntó Mar y se sintió una tonta. 267 —En el amor eterno —dijo él, y se sintió un galán de tele novela—. Y vos también —afirmó. —¿Qué sabes vos en qué creo? —ya se defendió ella. —Yo creo que crees en el amor, pero no crees en mí. A lo mejor esto te ayuda a creer un poco más en mí. Y con suavidad acercó sus labios a los de Mar, y le dio un tierno y hermoso beso, el primero para ella, y el más deseado para él. Al instante Rama se fue de la fiesta, intentando no llamar la atención, mientras Tefi observaba furiosa e indignada cómo Mar y Thiago, ajenos a todo, seguían besándose, girando al ritmo del vals. Justo cuando los violines marcaban los acordes finales, Bartolomé intentaba abrir la puerta giratoria de la sala secreta a las patadas, profiriendo insultos contra esa roñosa que había osado besar a su hijo. Y afuera comenzaba una lluvia súbita que duraría varios días. 268 Cielo no regresó a la fiesta porque algo la retuvo cuando fue hasta el altillo a buscar su cámara de fotos. Tardó unos segundos en encontrarla en la habitación abarrotada de objetos, y cuando iba a salir, oyó la voz de Cristóbal que la llamaba casi en un susurro. —Cielo, ¿estás ahí? —dijo Cristóbal en voz muy baja, a través del walkie talkie. —Acá estoy, bombonino —respondió Cielo cuando logró encontrar el walkie talkie, y se dirigió hacia la ventana para mirar hacia el balcón del loft, donde suponía que estaría el niño. En efecto, allí estaba Cristóbal, acodado en la baranda del balcón, se lo veía algo triste. Detrás de él, asomaban las figuras de Nico y Malvina, que estaban cenando. —¿Pasa algo, mi amor? —inquirió Cielo al ver los ojitos tristes de Cristóbal. —Te quería decir que te quiero mucho —dijo él. —¡Gracias! ¡Yo también te quiero mucho! —respondió ílo, sabiendo que esa declaración escondía algo más—. ? ero pasó algo? —No. Pero va a pasar... Y yo te quería decir que te re o, pero desde que Malvina me rescató cuando me setararon a ella la re banco. —Ya lo sé, mi amor, ¡y me parece muy bien que le estés rradecido! ¡Yo no me pongo celosa si la querés a ella tam: r.. eh! —bromeó Cielo. —No, ya sé... Lo que pasa es que mi papá me preguntó s yo estaba de acuerdo, y yo le dije que sí, porque la verdad ” ina se re portó. —¿De acuerdo con qué? —indagó Cielo, ya intrigada. 269 —Con el casamiento, Cielo —dijo finalmente Cristóba algo afligido. Nicolás sabía perfectamente la diferencia que existe entr el amor y la culpa. Sabía que lo que sentía por Cié era amor, y que aquello que lo unía a Malvina era culpa. I se confundía, lo tenía bien claro, pero también entendía qu a veces, ser adulto significa tomar decisiones basadas en deber. Y, en ese sentido, aún Nicolás no sabía distinguir enti la culpa y el deber. Sentía que se lo debía, le debía eso a Malvina. Ella había soportado estoica todas sus dudas y fobias, había tolerado sus dilaciones y evasivas para concretar el compromiso fallido. Había atravesado el dolor con una sonrisa, viendo cómo él se iba enamorando de Cielo. Malvina había demostrado ser una mujer de una gran entereza, que jamás le hizo un planteo por su desamor. Y por último, el día en que él planeaba cortar la relación, luego de haber besado a Cielo, ella había dado su vida para salvar la de su hijo. Y producto de ese acto de arrojo había estado postrada en una cama, enyesada de pies a cabeza; pero lo más noble fue que jamás, en toda su convalecencia, Nicolás la oyó quejarse ni lamentarse por lo que le había ocurrido: su única preocupación era que Cristóbal no hubiera quedado traumatizado por el secuestro. El día anterior Nicolás había ido a hablar con Cielo, y con mucho dolor, le dijo que ahora él debería dedicarse a contentar a Malvina. Cielo tenía su propia culpa: ver a la hermana de Bartolomé postrada por el accidente sufrido el mismo día en que Nico iba a dejarla para estar con ella la había devastado. Cielo presenció muchas veces los desvarios febriles de Malvina, en los que manifestaba su angustia por la indiferencia de Nico. Nicolás también le había comunicado a Cristóbal sus intenciones, y el pequeño, agradecido y compadecido de Malvina, había dado, por fin, su visto bueno al casamiento. 270Sólo restaba concretarlo, y para eso organizó una cena, cocinó él mismo sus especialidades —yorkshire pudding y torta galesa—, unas recetas que le había transmitido Berta, su madre. Malvina aún estaba en silla de ruedas, aunque ya le habían retirado varios de los yesos. Nicolás la subió por las escaleras, y él y su hijo se dedicaron a agasajarla aquella noche. Malvina estaba extasiada y emocionada, y aunque toda la noche tenía olor a buena noticia que se avecinaba, realmente se sorprendió cuando Nico, sin hacer gran ostentación ni despliegue romántico, sino más bien con el tono de un asunto familiar y cotidiano, le dijo: —¿Para cuánto tiempo más de yeso tenes? —Dicen que un mes más, ¡OMG! —exclamó ella. —Con Cristóbal pensamos... que estaría bueno, cuando le terminen de sacar todos los yesos, por ahí, no sé... ¿Qué :e parece si nos casamos? Malvina, olvidándose de los yesos y la silla de ruedas, se incorporó y abrazó a Nicolás, y le dio un sí bañado en lágrimas. Cristóbal se sumó al abrazo, complacido. Mientras lloraba, abrazada a Nico y a Cristóbal, Malvina se sintió plena, y sólo se angustió un poquito al pensar que, s esa propuesta hubiera surgido sin la necesidad del falso secuestro, habría sido una noche realmente soñada. Cuando Cristóbal le confirmó la noticia, Cielo lloró durante varios minutos esa noche, y siguió llorando interiormente durante un par de semanas. Y una suave y persistente lluvia lloró con ella todos esos días. 271 El sonido de la lluvia repiqueteando en el techo de chapa del patio cubierto se fundía con el bullicio de la fiesta que aún continuaba en la sala. Rama se había retirado, y estaba allí, llorando en soledad. Haber presenciado el beso entre Mar y Thiago le había provocado un dolor agudo en ei corazón, un dolor del que no se sentía capaz de recuperarse. Estaba sentado en el piso, apoyado contra la puerta que separaba la habitación de los varones de la de las chicas, compadeciéndose de sí mismo, cuando sintió que la puerta se abría. Raudo, se estiró para cerrarla, lo avergonzaba que lo vieran llorar. —¿Qué pasa, Rama? —oyó decir a Marianella del otro lado. Se quedó pasmado, ella era la última persona que esperaba ver allí. —Nada —dijo él. Pocos segundos después vio cómo Mar entraba por la puerta que daba al patio cubierto. Él se secó rápidamente las lágrimas, pero no alcanzó a borrar la expresión de tristeza. —¿Estás llorando? —preguntó Mar, mientras ella misma se secaba lágrimas. —No, nada, anda. Ella se sentó junto a él, y le preguntó con suavidad: —¿Por qué lloras? —quiso saber, y le secó una lágrima. Él se estremeció ante el contacto, y la miró fijo a los ojos. —Por vos —confesó. —¿Cómo? —preguntó ella azorada. —Sí... Te vi ahí, tan linda, festejando tu cumple... cumpliendo tu sueño con... Thiago, y... me dio así... un... Soy un tarado, ¿no? 272 —No, sos un divino —respondió ella sonriendo, creyendo que las lágrimas de Rama eran de emoción por su felicidad. —¿Y vos por qué lloras? —cambió de tema él. —No sé si por felicidad o por tristeza —confesó Mar sonriendo. —Se nota que es por felicidad —dijo Rama con dolor. —Pero también por tristeza... —aclaró Mar—. Estoy segura de que me besó para hacerse el canchero delante de os chetos —dijo dándole la razón a esa voz que no la dejaba en paz—. Y encima el grisín ese de Tefi vino furiosa, le pegó :a cachetada y se fue. —¿Y Thiago qué hizo? —Se fue a frenarla, y yo me vine... No me iba a quedar ihí para que me miraran los chetos como la fácil que se anzó Thiago. Bah, no estoy tan segura... —dijo ya cuesnándose—. A lo mejor me besó porque le gusto de verid... ¿Vos, qué pensás? —dijo apelando al Rama amigo. —¡Que me cansó tu novelita! —estalló finalmente Rama, rto de estar en ese lugar. Mar se quedó impávida, iba a preguntarle por qué le iblaba así, cuando irrumpió Thiago en la habitación. —¿Mar, estás acá? —dijo entrando, y sonrió al verla allí a Rama. Pregúntale a tu galán por qué te beso —le dijo malhu- - do y en voz muy baja Rama a Marianella. Y salió. —Qué haces acá? —preguntó Thiago acercándose a Mar, ir del beso ya se sentía con derecho a pararse bien de ella—. ¿Por qué te fuiste? —Porque vos estabas con la cheta. —Se enojó y se fue —explicó Thiago—. Yo le quise explico no creo que me pueda entender. —6Que te pueda entender qué? —Que te amo, Mar, y que por eso te besé. Ella se estremeció ante esa declaración, sin embargo resí sin saber muy bien por qué decía lo que decía. - Mentira! Para vos yo soy un fusible y, apenas me e, me tiras al tacho... 273 —¿Qué decís? —le preguntó él extrañado—. Yo te amo de verdad, Mar. —No digas esas cosas así nomás —le exhortó ella, pidiéndole de cierto modo que diera más pruebas de veracidad. —Mar, yo lo siento de verdad, estoy muerto con vos —confesó sin especular él—. Y no quiero joder, ni usar el fusible, ni nada de eso. —¿Y qué querés? —Que seamos novios. Que seas mi novia. —¿La tuya? —replicó ella, tomada por completo de sorpresa. Con dolor, Rama oyó toda la conversación desde el patio. Y se preguntó qué hacía parado ahí, escuchando como una chusma de barrio. Entonces se alejó, sabiendo que no tenía a dónde ir. Sólo sentía que no quería quedarse en el patio, mientras Mar le daba un segundo beso a su flamante novio, Thiago. 274 —¡Una de cal y una de arena, che! —exclamó Bartolomé cuando Malvina le dijo que habían fijado fecha para el casamiento con Nicky. —¿Hay facturas de cal y de arena? —preguntó azorada alvina, mirando las facturas que había sobre un plato en . mesa. —¡Pero no, bólida! —dijo Bartolomé tomando un cañono de dulce de leche—. Digo que tenemos una buena notiy otra mala. La buena es que al fin te casas. La mala es Es que Thiaguito se encamotó con Marianegra y andan besuqueándose por ahí. A Malvina no le importaba nada, ni el metejón de Thiaguito, ni Marianella, nada. Sólo su casamiento, para el que había comenzado con los preparativos, con la ayuda de Cielo, a la que había recurrido apenas dado el sí. «Ami, sé que estás re feliz por mí, y te voy a necesitar híper mucho!», le a Cielo cuando le dio la buena nueva. Y ella le res- dió que estaba dispuesta a ayudarla en lo que necesitara. Por su parte Bartolomé estaba pensando en la mejor manera de recordarle a Marianella cuáles eran los límites ella había cruzado con desfachatez. Ese beso que había no lo había sulfurado hasta el borde del soponcio, pero luego, más tranquilo, pensó que tal vez ésa era la ocasión a el desengaño amoroso con el que pretendía romper el corazón de su hijo para volver a alejarlo y mandarlo a Lon- . Sólo debía obligarla a desairar a Thiaguito. —Tenga cuidado, mi señorrr —le dijo Justina—. La hor- moona adolescente es amiga de la insurrección. Marianegra es rrrebeldona, se envalentona fácil, y como buena chiruza, el beso del señorito la habrá insuflado de aires de señora. 275 —No te preocupes, Justin, sé cómo tratarla. Hasta el más rebelde le tiene miedo a la muerte. Una noche, unos días después de aquel primer beso, Bartolomé encargó a Justina que retuviera al resto de los chicos con alguna excusa. Marianella estaba sola en la habitación y, como todas las noches, Thiago la llamó al celular que le había regalado para desearle dulces sueños. Bartolomé esperó paciente a que ella cortara, y le dejó creer que no había visto que escondía el celular cuando entró en la habitación. —Hola, Marita —le dijo con una sonrisa inocente—. ¿Hablas sola, che? —Estaba leyendo en voz alta —mintió ella, consciente de que no había cerca ningún libro que lo probara. Él la miró unos segundos con una sonrisa, y luego, como un animal de presa, se acercó a ella con un salto bestial, la tomó con fuerza de un brazo y la sacó a la rastra de la habitación. —¡Ni se te ocurra hablar! —le advirtió feroz cuando ella atinó a hacerlo. Sin agregar nada más, con violencia, la arrastró hasta el jardín. Era una noche fría y sin luna, las lápidas del pequeño cementerio familiar eran sombras grisáceas. Bartolomé la condujo sin soltarla hasta detrás de las lápidas, donde ya había una pala clavada en la tierra. —¿Qué pasa? —preguntó Marianella al borde del llanto. Él la soltó, mientras se acomodaba la camisa, y volvió a serenarse y a esbozar su sonrisa más falsa. —Ay, Marita, Marita... ¿Qué hiciste, mi amor? Ella no respondió; sabía de qué hablaba, sabía que por más que habían intentado mantenerlo en secreto, Bartolomé se había enterado de que ella y su hijo estaban teniendo un romance. Bartolomé le señaló la pala. —Agarra... sin miedo, ¡vamos! Agarra la pala. Mar la tomó, sin entender aún lo que estaba ocurriendo. —Violaste una regla de oro, querida —dijo Bartolomé mientras sacaba un pañuelo y limpiaba los cristales de sus 276 anteojos—. «No te acercarás a Thiaguito» —pronunció con lentitud cada palabra y movió la mano en el aire, como si la dibujara; luego se agachó para acercarse bien a ella, y le dijo con tono bestial, al oído—: ¿Pensaste que con mi hijo te ibas a salvar? A vos nadie te salva, mi vida. Estás en mi poder, y yo estoy en todos lados. Vos respiras, y yo te escucho. Soy el dueño de tu vida, y de tu muerte. Hizo un breve silencio, se volvió a incorporar, y con tranquilidad y una entonación sumamente siniestra le dijo —Cava ahí. ¿Quién mejor que vos para cavar tu propia nimba? Si es lo que empezaste a hacer sólita cuando te acercaste a mi hijo... Ya encargué tu placa, dice: «Aquí yace una que no entendió nada». La observó con detenimiento, se acercó una vez más a su cara y dijo muy cerca de su oído, con la intención de concluir rápido ese terrorífico encuentro: —A ver si entendés mejor ahora: si mi hijo se acerca a vos, le decís que no querés saber nada más con él, que no :e interesa, que jamás te interesó. ¿Estamos, Marita? Ahora cava... cava. Permaneció allí unos minutos, mientras ella dio unas cuantas paladas en la tierra, temblando de frío y de miedo, y luego se retiró, tranquilamente, dejándola allí, aterrada en medio de la oscuridad total, y rodeada de lápidas. 277 Nicolás había llevado a Cristóbal a la clínica para hacerle el último de los estudios, había que descartar que no hubiera heredado la enfermedad de Carla. Hasta el momento todos los estudios habían dado bien, pero éste era el definitivo el más importante. Cristóbal estaba un tanto fastidiado por tener que concurrir todas las semanas al consultorio de médico, pero aceptaba ir sin quejas a cambio de algunas concesiones, en general, permisos para investigar por su cuenta las pistas de Eudamón. La noche en que la totecona y la mansión Inchausti vibraron, Cristóbal elaboró una teoría que su padre descartó de cuajo por disparatada. Esa idea de que la totecona había señalado la mansión Inchausti para Nico no tenía ningún sentido, pero no encontró nada de malo en que Cristóbal fuera a investigar en la mansión, con la ayuda de sus amigos; era mejor que estuviera jugando allí que fuera de casa. Por eso al regresar de la clínica, Nico lo llevó a la Fundación y Cristóbal salió en busca de los chiquitos, mientras él fue en busca de Malvina, a la que encontró hojeando muestras de tarjetas de invitación para el casamiento. Nico sólo le pidió poner la fecha una vez que hubiera terminado con los estudios de Cristóbal, y Malvina aceptó sin dudarlo. Cristóbal tenía un plan de acción muy elaborado. Reunió a Lleca, Monito y Alelí en la cocina. Cielo les preparó la merienda y fue a sacar la ropa limpia del lavarropas. Mientras tomaban la leche, Cristóbal indagó a los chicos sobre el temblor ocurrido unos días antes. Cielo los escuchaba hablar con una sonrisa desde el lavadero, junto a la cocina. —¿Quién sintió la vibración la otra noche? —¡Todos, boncha! —dijo Lleca. 278 —Bien... ¿y dónde fue el epicentro? —¿Eh? —todos lo miraron con desconcierto. —El epicentro —explicó Cristóbal—. El lugar donde más se sintió la vibración. —No sé, se sacudió toda la casa —dijo Alelí. —Para mí donde se debe haber sentido re fuerte es en el sótano —dijo Monito mientras le robaba una porción de torta a Alelí. —¿Qué sótano? —preguntó Cristóbal interesado. —¡Cualquiera! —dijo Lleca—. Dice cualquier cosa, acá no hay ningún sótano. —¡Sí que hay! —exclamó Monito—. La urraca baja todos los días. Lleca y Alelí lo miraron intrigados, en todos esos años viviendo allí jamás habían visto un sótano. —¿A dónde baja? ¡No mientas, Monito! —lo reprendió Alelí. —¡Por acá baja! —dijo Monito, enojado, y para demostrarlo, fue hasta el hogar a leña, y abrió la puerta trampa como varias veces había visto hacer a Justina, mientras él, escondido bajo la mesa, robaba comida. Se quedaron absortos cuando vieron la puerta trampa abriéndose, y todos, menos Monito, dejaron sus chocolatadas a medio tomar y se escabulleron por la pequeña aberura dentro del hogar a leña. Los días eran largos para Luz, sobre todo cuando su madre se ausentaba durante todo el día. Para no perder la noción del tiempo, al no poder ver el sol, Justina le había impuesto un estricto organigrama de tareas y horarios. De lunes a viernes se levantaba a las ocho, Justina le preparaba el desayuno, y le dejaba tarea suficiente para toda la mañana. Al mediodía, Justina bajaba con el almuerzo, comían juntas, y luego Luz dormía dos horas de siesta. Por la tarde, tres días a la semana tenía una rutina de gimnasia, y otros tres días, clases de canto y baile que le daba la propia Justina. 279 A la hora de la merienda, Justina bajaba y se la preparaba allí mismo, en una pequeña cocinita. Luego de la merienda, era la hora del cine; Justina dejaba el proyector funcionando, y Luz veía una y otra vez las mismas viejas películas. Para ella, el mundo en el que vivía tenía los colores y las ropas de las películas de los años cincuenta. Por la noche cenaban juntas, luego Luz veía una segunda película, y luego, bien tarde en la noche, Justina regresaba para peinarla, acostarla, y contarle un cuento hasta que se quedaba dormida. Esa tarde estaba jugando con su muñeca Alitas, una muñeca de trapo y rizos rubios, con dos alitas de tela amarilla, esperando a que llegara Justina a prepararle la merienda, cuando creyó oír voces y algunos ruidos junto a la puerta del sótano. Con el corazón golpeándole el pecho, se acercó a la puerta para escuchar mejor. No había dudas, allí afuera alguien hablaba. —¡Guau! ¿Qué es esto? —alcanzó a oír. —¿No lo conocías? —dijo una voz aguda, de mujer o de nene, pensó Luz. —¿Vos tampoco Lleca? —oyó, y repitió modulando sin sonido «¿Lleca?». El terror la asaltó de golpe. Pensándolo bien, ya habían pasado quince minutos de la hora de la merienda, y su madre no había bajado. Temió lo peor: las tropas enemigas habían tomado la vieja casa abandonada en cuyo sótano ella vivía, habían capturado —o algo peor— a su madre, ¡y ahora venían por ella! Se apartó de la puerta y se escondió bajo las tablas del pequeño escenario que había en el sótano, y se abrazó fuerte a su muñeca Alitas. Afuera, a pocos centímetros de la falsa pared de piedra, estaban Lleca, Cristóbal, Monito y Alelí, todos fascinados con el descubrimiento. Monito se ufanaba de ser el único que conocía ese secreto, mientras terminaba de tomar la chocolatada que se había traído. Alelí estaba un poco asustada y quería irse, en tanto Lleca vislumbraba la posibilidad de encontrar una salida secreta por la que salir a hacer sus excursiones, una vez por semana. Lleca tenía su propio nego- 280 ció montado: proveía cada día a sus amigos de la calle de algunas mercancías de las que no le rendía cuenta a Justina. Pero si lo que decía Monito era verdad, y Justina bajaba con frecuencia a ese lugar, lo mejor que podían hacer era irse. Cristóbal estaba concentradísimo en el lugar, y miraba y tocaba las paredes como buscando algo. Todos vieron extrañados cómo sacó una bolita de vidrio de la mochila que siempre llevaba consigo, y la apoyó en el piso. La bolita, suavemente, empezó a deslizarse por una bifurcación del pasillo. —¡Por acá! —dijo señalando en la dirección por la que avanzaba la bolita, un pasillo que se volvía cada vez más oscuro, hasta desaparecer. —¿Por acá qué? —dijo Lleca con cierto resquemor. —Es una pendiente... Tenemos que ir a la parte más baja de la casa —explicó Cristóbal. —¡Pero está oscuro! —exclamó Alelí, al tiempo que Cristóbal ya sacaba una linterna de su mochila. Cristóbal encabezó la excursión por ese pasillo que bajaba gradualmente, y los otros lo siguieron, entre excitados y asustados. Cuando Cielo regresó del lavadero con el cesto con la ropa para colgar, se sorprendió al ver que los chiquitos no estaban ahí y que habían dejado la merienda a medio tomar. Supuso que habían salido a jugar al jardín, pero tampoco ataban allí. Se preocupó y los buscó por toda la casa, y por exterior; no estaban por ningún lado. Ya muy inquieta, regresó a la cocina, pero los chiquitos no habían regresado. Algo en su interior se puso alerta: había pasado poco tiempo desde el espantoso episodio del secuestro de Cristóbal, Cielo emió que hubiera pasado lo mismo. Estaba por tomar el :eléfono para llamar a Nico, cuando vio una gomita para el cabello tirada junto al hogar a leña. Se agachó para levantarla. Era de Alelí, ella misma se la había colocado esa mañana cuando la había peinado. El corazón de Cielo latía cada vez más fuerte, y allí, en cuclillas, con la gomita en la mano, vio la pequeña abertura de la puerta trampa. Azorada, asomó su cabeza, y descubrió el escueto pasillo de piedra que des- 281 cendía. No había dudas, los chiquitos estaban allí. Se deslizó a través de la puerta trampa y empezó a caminar por ese pasillo. Luz había dejado de oír las voces, pero estaba convencida de que regresarían. Ya no había dudas, los enemigos habían atrapado a su madre y habían descubierto su escondite. Si permanecía allí, no tendría chance de escapar cuando descubrieran la puerta camuflada. Con verdadero terror, desobedeció por primera vez en su vida la orden que más le había repetido su madre, y abrió la puerta. Asomó al pasillo oscuro. Las voces se oían, pero muy lejanas, como un débil murmullo, hacia su izquierda. Luz empezó a avanzar por el pasillo, que era un mundo desconocido para ella. Y de pronto una aparición la paralizó, por el extremo del pasillo avanzaba una mujer joven, rubia, de ojos muy grandes. Era Cielo. Sus ojos aún no terminaban de acostumbrarse a la oscuridad del pasillo, pero empezó a distinguir algo blanco que se movía, divisó el cabello largo y lacio de una nena que la miraba con aprehensión. Sintió una profunda puntada en su pecho. Su cabeza pareció contraerse, y de pronto las paredes empezaron a girar a su alrededor, y sin entender aún lo que pasaba, sintió que su cabeza impactaba con fuerza contra el piso duro y frío. Y mientras todo se oscurecía y ella se hundía en el vacío, llegó a percibir que se estaba desmayando. 282Capitulo 08 El espíritu de la verdad «Una tarde de otoño. El sol entra por la ventanita pequeña y sucia de la cocina. Hace frío, pero el solcito reconforta. El horno está encendido y huele a torta de limón. Mamá saca a torta del horno. ”¡Espera a que se enfríe para comerla!”, ne dice. Luego mamá sonríe mirándome comer la torta, mientras cose un vestido para mí. Mamá tiene una panza enorme y redonda como la luna. Mamá dice que voy a tener una hermanita.» —Mi hermanita... despertó diciendo Cielo. Ya estaba acostada en su cama del altillo, y junto a ella estaban Justina y Bartolomé, que se miraron con sus caras ¿esencajadas al oírla decir esas palabras. —Quédate quietita, Sky —dijo Bartolomé—. Te desmayaste, te diste un porrazo, y tenes flor de chichón, che. —Para mí esta chica está anémica, señorrr. —¿Estás comiendo bien, Sky? ¿No te salteas comidas, no? Hay que hacer mínimo seis comidas diarias, che... —La nena... —insistió Cielo, aún entre sueños. —¿Qué nena? —exclamó Bartolomé con su voz crispada. —¡La nena, dice! ¿Qué nena? ¡Delira! Cielo fue recobrando poco a poco su conciencia, y el sueño se fue desvaneciendo. Miró a Justina y a Bartolomé, con sus rostros preocupados, y sintió un bulto en el costado ¿e su cabeza, y un dolor agudo. —¿Qué me pasó? —Te desmayaste, Cielito —dijo Bartolomé con dulzura. —¿En ese sótano? —¿Qué sótano? —dijo Bartolomé y lanzó una carcajada—. Estás chitrula todavía, che! —Ningún sótano —sentenció Justina. 287 —Te encontramos desmayada en la cocina, al ladito del hogar a leña; se ve que te golpeaste contra el filo de piedra, siempre le digo a Justin que hay que pulir ese filo, un día vamos a tener un disgusto. —Había una nena... —insistió Cielo, pero ya confundida. —Soñaste, mi querida —concluyó Bartolomé. Cielo se convenció a sí misma de que había sido todo un sueño... el sótano, la nena, y la torta de limón. —¿Y los chiquitos? Habían desaparecido... —¿Los chiquis? Estaban jugando por ahí, che —dijo Bartolomé mirándose con Justina, disimulando el fastidio por lo que había ocurrido. En el instante en que Cielo se desmayaba, Justina venía tras ella con una bandeja con la merienda para Luz y vio lo que allí ocurría. Con desesperación, soltó la bandeja, corrió hacia Luz, saltando por encima de Cielo, ya inconsciente en el piso, y volvió a meter a Luz en su sótano, reprendiéndola severamente por haber salido. —¿Hablaste con ella? —le preguntó desesperada Justina a Luz. —¿Quién es esa chica? —Contéstame, ¿hablaste? —No, me vio y se cayó. ¿Quién es? —¡No importa quién es! ¡Te quedas acá y nunca más vuelvas a salir! Encerró a Luz otra vez en el sótano y fue hacia Cielo, que estaba inconsciente. Empezó a arrastrarla por el pasillo, pero no hacia la entrada de la cocina, sino hacia unas escaleras que había a unos veinte metros de allí. La subió con gran esfuerzo por las escaleras de piedra, y abrió otra de sus puertas trampas, la que daba a su habitación. Con la respiración agitada, llamó a Bartolomé por ayuda, pero éste le contestó que tenía su propia emergencia. —¡Resolvé! —le gritó su amo. Ella gruñó como un perro, recuperó el aire, y siguió 288 arrastrando a Cielo hasta su altillo, rogando que nadie la viera en ese accionar, y, con un poquito de suerte, que estuviera muerta por la contusión. La emergencia que tenía ocupado a Bartolomé se relacionaba con otro episodio. Como todos los días, estaba en la habitación secreta investigando obsesivamente la extraña computadora, con la esperanza de que ésta finalmente abriera algún cofre repleto de millones. Hasta el momento no había logrado ningún resultado, más que la música, las cámaras de seguridad, y la bola de espejos. Estaba concentrado en el teclado, tratando de descubrir alguna combinación numérica, cuando percibió que uno de los paneles cuadrados que revestían las paredes se abría, y con estupefacción vio asomar por allí la cabecita rubia y despeinada del mini Bauer, como él llamaba a Cristóbal. La sorpresa fue grupal: detrás de Cristóbal emergieron el floripondio maldito (Alelí) la rata rubia (Lleca), y el pequeño simio (Monito). —¡Guau! —exclamaron fascinados Cristóbal y Monito al ver la habitación, como si no se hubieran percatado de la presencia de Bartolomé. —¡Guau! —repitió Alelí, pero su exclamación se cortó apenas vio al director. —Guau... —se sumó Lleca, tragando saliva, con los ojos de Bartolomé clavados en él. —Guau, che —repitió Bartolomé con su rostro desencajado; su impulso era zamarrearlos, pero se contuvo por la presencia del mini Bauer. —¿Qué es este lugar, Barto? —preguntó fascinado Cristóbal, mientras se acercaba a la computadora, como si el hecho de haberse encontrado allí fuera completamente natural. —Este lugar no es apto para purretes, che —dijo Bartolomé mientras accionaba la palanca que hacía girar la pared biblioteca. 289 —¡Guau! —volvieron a exclamar los cuatro chicos c.r fascinación. Bartolomé los hizo salir al escritorio, y mientras inc gaba cómo habían llegado allí, lo llamó Justina para iní marle que la camuca arribista había descubierto el sotan la tenía desmayada. —¡Emerrrgencia, señorrr! —¡Yo tengo mi propia emergencia, resolvé! —dijo supe rado Bartolomé, y cortó. Luego miró a los chiquitos, y cuando Cristóbal quiso indagar sobre la habitación secreta, Bartolomé lo interrumpió. —Rosca rosca, desenrosca, tira, tira, shhhhhh... Los chicos lo miraron absortos. —¿Cómo llegaron hasta acá? —Por el sótano que hay atrás del coso ese de la cocir —explicó Monito, y Lleca lo codeó con sutileza. Bartolomé ya había comprendido todo: habían descubierto la puerta trampa que la chitrula de Justina había abierto en el hogar a leña y, a través de esos intricados túneles, habían llegado a su habitación secreta. Bartolomé les hizo jurar que nunca más se meterían en ese lugar, y que además no contarían nada. Cristóbal se apuró a prometérselo, y salió corriendo en busca de su padre, urgido por romper cuanto antes su promesa. Barto sabía que Cristóbal era su único problema, a los otros podía obligarlos a callar. Luego de amenazar a los chiquitos, Bartolomé acudió a. altillo, donde Justina ya había depositado a Cielo. Aún agitada por el esfuerzo, le refirió los hechos, le pidió a Bartolomé que dejara los insultos para más tarde y qué pensaran cómo resolver la situación. —¡La vio! ¡Vio a la hermana! —dijo Justina con desesperación. —¿Y qué, la golpeaste, la desmayaste? —No, se desmayó sola. Y no reacciona... pero así, boleada como está, no para de decir «la nena... la nena... mi herrrrmanita». Creo que recorrrdó todo, mi señorr. Bartolomé quiso insultarla, y ella le aseguró que luego 290 —¡Guau! —volvieron a exclamar los cuatro chicos c: fascinación. Bartolomé los hizo salir al escritorio, y mientras mi gaba cómo habían llegado allí, lo llamó Justina para in: marle que la camuca arribista había descubierto el sotar. la tenía desmayada. —¡Emerrrgencia, señorrr! —¡Yo tengo mi propia emergencia, resolvé! —dijo superado Bartolomé, y cortó. Luego miró a los chiquitos, y cuando Cristóbal quiso indagar sobre la habitación secreta, Bartolomé lo interrumpid —Rosca rosca, desenrosca, tira, tira, shhhhhh... Los chicos lo miraron absortos. —¿Cómo llegaron hasta acá? —Por el sótano que hay atrás del coso ese de la cocir_ —explicó Monito, y Lleca lo codeó con sutileza. Bartolomé ya había comprendido todo: habían descubierto la puerta trampa que la chitrula de Justina hab abierto en el hogar a leña y, a través de esos intricados túne les, habían llegado a su habitación secreta. Bartolomé le hizo jurar que nunca más se meterían en ese lugar, y abadernas no contarían nada. Cristóbal se apuró a prometérselo, y salió corriendo en busca de su padre, urgido por romper cuanto antes su promesa. Barto sabía que Cristóbal era su único problema, a los otros podía obligarlos a callar. Luego de amenazar a los chiquitos, Bartolomé acudió a altillo, donde Justina ya había depositado a Cielo. Aún agitada por el esfuerzo, le refirió los hechos, le pidió a Barrióme que dejara los insultos para más tarde y qué pensare cómo resolver la situación. —¡La vio! ¡Vio a la hermana! —dijo Justina con desesperación. —¿Y qué, la golpeaste, la desmayaste? —No, se desmayó sola. Y no reacciona... pero así, boleada como está, no para de decir «la nena... la nena... mi herrrrmanita». Creo que recorrrdó todo, mi señorr. Bartolomé quiso insultarla, y ella le aseguró que luego 290 podría hacerlo a gusto y piacere incluso ella misma lo ayudaría, pero ahora había que hacer algo. Se miraron, y concluyeron. —¡Malatesta! Cuando llegó el psiquiatra y le expusieron los hechos, éste contestó con un misterioso «mhumm», y pidió quedarse a solas con la paciente. Bartolomé le advirtió: —Un solo indicio de que haya recordado y pasa a mejor vida. Cielo vio entrar a Malatesta y sonrió. —No era para tanto, Malajeta, un simple desmayito. A veces me pasa... —Pero Bartolomé insistió en que te viera. —Ese don Barto, ¡cómo se preocupa! —exclamó Cielo. Malatesta le hizo un examen de rutina, le miró las pupilas y la lengua, le examinó el hematoma, y le indicó hielo. Y luego le propuso: «charlemos». Entonces ella contó los hechos como los recordaba. —Salí del lavadero, vi que los chiquitos no estaban, los busqué... y ahí se ve que me desmayé, y soñé con un sótano... En ese sótano había una nena, hermosa, como sacada de una película antigua... y después soñé con mi mamá... —¿Con tu mamá? ¿Recordaste a tu mamá? —No —se angustió Cielo—. Soñé con ella, pero ya no me acuerdo de su cara. Cada vez que sueño con algo de mi pasado, apenas me despierto me olvido de todo. Sé que soñé con ella... y creo que en el sueño estaba embarazada... pero ya se me está yendo el sueño de la memoria... Malatesta asintió, pensativo. Y luego se acercó, y en tono confidencial, le dijo: —¿Podemos tener un secreto vos y yo? —No me asuste. —No te asustes, no es nada malo. Pero tiene que quedar entre vos y yo. —Diga... 291 —Te voy a derivar a una clínica especializada en amnesia, creo que ahí te van a poder ayudar. —¿Y por qué tiene que ser secreto? —Cuando llegues a comprender bien el sentido de ta sueño, lo vas a entender —concluyó Malatesta misterioso. 292 Nicolás no le prestó ninguna atención cuando Cristóbal rntró corriendo para contarle su descubrimiento; estaba pendiente del teléfono, al que lo llamarían para darle los resultados del examen que le habían hecho esa mañana a Cristóbal. —¿No me escuchas, Bauer? ¡Tenemos que hablar! —gritó exasperado Cristóbal ante la falta de reacción de su padre. —Sí, sí, ya va, hijo. —¡Ya es ya! —gritó el pequeño—. ¡Te estoy diciendo que encontré una habitación secreta en la mansión! Estoy seguro de que tiene que ver con Eudamón. —Buenísimo, hijo —dijo Nicolás sin registrar. —¿Estás sordo, Bauer? ¡Tenemos que ir ya a investigar esa habitación! En ese momento sonó el teléfono, y Nicolás lo atendió antes de que timbrara por segunda vez. Se apartó un poco de Cristóbal y dijo: —Hola. —Doctor Bauer, le habla el doctor Lámar. —Hola, gracias por llamar. ¿Ya tiene los...? —Puede quedarse tranquilo, Bauer, su hijo no heredó la enfermedad de su madre. Está completamente sano. Como un dique sobrepasado por el agua, Nicolás aflojó la tensión de tantos días. Con el teléfono al oído y el cable enredado, abrazó a su hijo, llorando, mientras no dejaba de agradecer al doctor Lámar por teléfono. —Gracias, Lámar, gracias por todo... Gracias a usted, a su equipo, gracias a todas las enfermeras, a las secretarias del primer piso, a la recepcionista... Dígale muchas, pero muchas gracias a todos, son lo más, ¡qué equipo tiene, Lámar! 293 Cuando finalmente Nico cortó, extrañado por esa incomprensible reacción, Cristóbal se animó a preguntar. —¿Qué pasa, papá? —Pasa que te amo, hijo, eso pasa. ¡Ahora contame de esa pista que descubriste! —le respondió feliz. Nico estaba tan dichoso que corrió con su hijo colgado de su hombro hacia la mansión, quería contarle a Cielo la noticia, a Malvina; quería complacer a su hijo con su investigación, quería hacer todo. La vida volvía a ser hermosa. Apenas llegaron a la mansión, se encontraron con Malvina; Nico la abrazó y la besó como hacía mucho tiempo no hacía, la apartó de Cristóbal y le susurró que su hijo estaba sano. y Malvina se emocionó, no tanto como expresó, pero alguna emoción genuina había en ella. —¿Entonces ahora sí nos casamos? —le preguntó ella. —¡Nos casamos ya, cuando quieras! —exclamó Nico, feliz. Malvina corrió a buscar a Barti para que pusiera en acción sus influencias y contactos en el registro civil. Cristóbal insistió con la pista, pero Nico antes quería ir a contarle la noticia a Cielo, sin embargo cedió cuando vio el enojo de Cristóbal. —Vení, se entra también por el escritorio de Bartolomé —le dijo el pequeño y lo condujo hasta allí. —¿Sí? —se oyó decir a Barto cuando golpearon la puerta. —Soy Nico. —Pasa, Bauer. Nico se asomó, en el escritorio estaba Bartolomé, reu-1 nido con Malatesta. —Ah, perdón, no sabía que estabas ocupado. —¿Necesitas algo, Bauer? —No, no, puede esperar. —¡No, no puede esperar! —se quejó Cristóbal. —Hijo, Bartolomé está ocupado, después hablamos con él. Quiere hablar de algo que encontró... —explicó a Bartolomé, que sonrió tenso. 294 Cuando finalmente Nico cortó, extrañado por esa incomprensible reacción, Cristóbal se animó a preguntar. —¿Qué pasa, papá? —Pasa que te amo, hijo, eso pasa. ¡Ahora contame de esa pista que descubriste! —le respondió feliz. Nico estaba tan dichoso que corrió con su hijo colgado de su hombro hacia la mansión, quería contarle a Cielo la noticia, a Malvina; quería complacer a su hijo con su investigación, quería hacer todo. La vida volvía a ser hermosa. Apenas llegaron a la mansión, se encontraron con Malvina; Nico la abrazó y la besó como hacía mucho tiempo no hacía, la apartó de Cristóbal y le susurró que su hijo estaba sano, y Malvina se emocionó, no tanto como expresó, pero alguna emoción genuina había en ella. —¿Entonces ahora sí nos casamos? —le preguntó ella. —¡Nos casamos ya, cuando quieras! —exclamó Nico, feliz. Malvina corrió a buscar a Barti para que pusiera en acción sus influencias y contactos en el registro civil. Cristóbal insistió con la pista, pero Nico antes quería ir a contarle la noticia a Cielo, sin embargo cedió cuando vio el enojo de Cristóbal. —Vení, se entra también por el escritorio de Bartolomé —le dijo el pequeño y lo condujo hasta allí. —¿Sí? —se oyó decir a Barto cuando golpearon la puerta. —Soy Nico. —Pasa, Bauer. Nico se asomó, en el escritorio estaba Bartolomé, reunido con Malatesta. —Ah, perdón, no sabía que estabas ocupado. —¿Necesitas algo, Bauer? —No, no, puede esperar. —¡No, no puede esperar! —se quejó Cristóbal. —Hijo, Bartolomé está ocupado, después hablamos con él. Quiere hablar de algo que encontró... —explicó a Bartolomé, que sonrió tenso. 294—El doctor Malatesta ya se iba —dijo cortante Barto. Malatesta se puso de pie, miró a Nico algo intrigante, y se retiró. En ese momento sonó el celular de Bartolomé, y él atendió, disculpándose con una sonrisa. —¿Qué? No, con «b» larga, bólida, Blanco con «b» larga —y cortó. Miró a Nico, y sonrió a Cristóbal. —Decime, che... —Dice Cristóbal que descubrió una habitación secreta... y como sabes, nosotros estamos haciendo una investigación, y él piensa que puede estar relacionada. —¡Qué rico! ¡El mini Bauer arqueologuito! —festejó Bartolomé riéndose a carcajadas—. No creo, che... Sí, es una habitación secreta, pero no hay ninguna momia ahí adentro. —¿La puedo ver? —preguntó Nico. —¡Obviously! —dijo Barto, poniéndose de pie y haciendo girar la pared biblioteca. Nicolás se sorprendió al verla girar, y miró con mucha curiosidad la habitación con sus paneles de colores, el pedestal con el Simón y la computadora con su monitor con forma de monstruo. —Esto... —explicó Bartolomé— no es ninguna reliquia arqueológica. El finado Inchausti era un inventor, hacía juguetes, se divertía con estas cosas... Y éste era su rinconcito secreto. —Qué curioso —dijo Nico fascinado, sin dejar de observar el lugar. —Básicamente lo que tenía acá era el monitor de las cámaras de seguridad de la mansión... ¡Y lo habrá usado como escondite en sus trapisondas con las mucamas! —y se rio a carcajadas, pero se puso serio al ver que Nicolás le indicaba con un gesto que esos chistes no eran apropiados delante de Cristóbal Aunque el hallazgo era muy interesante y simpático, Nico no halló relación alguna entre la habitación y Eudamón, y así se lo dijo a Cristóbal, que insistía. —No, hijo... ¿qué puede tener que ver esto con Eudamón? —¡Eso es lo que hay que investigar, pa Tengo una corazonada, vos siempre decís que hay que seguir las corazonadas... 295 —Es verdad —dijo Nico—. Si Barto te lo permite, seguí tu corazonada, seguí investigando y contame lo que averigües —le propuso para contentarlo. —Cuando quieras, che —dijo Barto sin ninguna intención de volver a abrir su habitación secreta al mini Bauer. Antes de regresar a su casa, Nico le pidió a Cristóbal que lo esperara, y fue a buscar a Cielo, a la que encontró en su altillo, aún convaleciente por el desmayo y el golpe. Nico se preocupó, pero ella le aseguró que estaba bien. —¿Usted como está? Tiene ojitos contentos... —¡Cristóbal está sano, Cielo! —exclamó Nicolás. El rostro cansado de Cielo se iluminó, y lo abrazó, tan feliz y aliviada como él. —¡Qué feliz me pone escuchar eso, Indi! —Ya lo sé —dijo él mirándola con devoción—. ¿Y a vos qué te pasó? —Me desmayé... y tuve otro sueño, ¿sabe? Soñé con mi mamá, pero ya me olvidé de todo... —Cielo... no podes seguir escapándote de eso, tenes que hacer algo, esos desmayos y esos sueños no son normales. —Voy a hacer algo, Indi. No diga nada, pero el doctor Malajeta me recomendó una clínica para desmemoriados. —¡Excelente! —aprobó Nico—. Y contá conmigo para lo que necesites... tenes que reconstruir tu historia... —¿Usted también es médico para desmemoriados? —bromeó ella. —No, pero soy arqueólogo —dijo él—. Y eso hacemos los arqueólogos... Buscamos restos, objetos, pequeños retazos del pasado, para reconstruir la historia. —Tal vez eso sea lo que yo necesito —conjeturó Cielo mirándolo fijo a los ojos—. Un piripipólogo que me ayude a reconstruir mi historia. —Cuando vos me necesites, ahí voy a estar. -¿Sí? Ambos se miraban con un amor más grande del que 296podían contener, hubieran vuelto a besarse si en ese momento no hubiera entrado Malvina. —¡Gordi! ¡Sabía que estabas acá! Me imaginé que habías venido a contarle a mi ami Cielo lo de Cristis, qué bueno, ¿no? Ahora, ya que los tengo juntos, me muero muerta, ¡les cuento a los dos! —¿Qué, Malvina? —Hablé con un amigo de Barti, Luisito Blanco, con «b» larga, qué loco, ¿no? Bueno, este amigo tiene contactos en el registro civil y nos hizo un re favor. —¿Qué favor? —Nos consiguió un turno en el registro civil, ¡para ya! —¿Cómo para ya? —dijo Nico un tanto tenso. —Sí, gordi, ¡ya! ¡Nos casamos en tres semanas! ¿No es lo más? 297 Thiago y Tacho tuvieron un punto de encuentro, cuando una tarde confluyeron en la cocina, ambos de muy malhumor. Thiago buscaba algo que le provocara ganas de comer, parado frente a la heladera con la puerta abierta, mientras Tacho pintaba con fibrón negro sus raídas zapatillas negras. Thiago percibió el malhumor de Tacho e indagó. —¿Te pasa algo? —Las minas me pasan —dijo Tacho con muchas ganas de hablar. —Somos dos —dijo Thiago. Tacho le refirió cómo Jazmín lo estaba volviendo loco. Él sabía que ella estaba tan copada con él como él con ella, pero «me delira, me histeriquea», manifestó. Le contó cómo la había rescatado de las garras del imbécil de su amigo. —Perdona que hable así de tu amigo. —Todo bien, lo quiero mucho a Nachito, pero sé cómo es. Tacho le contó sobre aquel beso, sobre otros besos, sobre algunas charlas, y por último le contó, ofuscado, la última y absurda negativa de Jazmín. —¿Por qué no? —había preguntado Tacho, ofuscado, cuando ella lo separó con cierto dramatismo, mientras él la besaba. —Porque lo nuestro es imposible. —¿Imposible por qué? —se había irritado Tacho. —Porque no sos gitano. -¡¿Qué?! —Eso, vos sos payo, yo gitana, y yo sueño casarme con un gitano. 298 Thiago y Tacho tuvieron un punto de encuentro, cuando una tarde confluyeron en la cocina, ambos de muy malhumor. Thiago buscaba algo que le provocara ganas de comer, parado frente a la heladera con la puerta abierta, mientras Tacho pintaba con fibrón negro sus raídas zapatillas negras. Thiago percibió el malhumor de Tacho e indagó. —¿Te pasa algo? —Las minas me pasan —dijo Tacho con muchas ganas de hablar. —Somos dos —dijo Thiago. Tacho le refirió cómo Jazmín lo estaba volviendo loco. Él sabía que ella estaba tan copada con él como él con ella, pero «me delira, me histeriquea», manifestó. Le contó cómo la había rescatado de las garras del imbécil de su amigo. —Perdona que hable así de tu amigo. —Todo bien, lo quiero mucho a Nachito, pero sé cómo es. Tacho le contó sobre aquel beso, sobre otros besos, sobre algunas charlas, y por último le contó, ofuscado, la última y absurda negativa de Jazmín. —¿Por qué no? —había preguntado Tacho, ofuscado, cuando ella lo separó con cierto dramatismo, mientras él la besaba. —Porque lo nuestro es imposible. —¿Imposible por qué? —se había irritado Tacho. —Porque no sos gitano. -¡¿Qué?! —Eso, vos sos payo, yo gitana, y yo sueño casarme con un gitano. 298 —¡Cualquiera! —¡No te burles de mi cultura! —se había enojado Jazmín—. Ser gitana es todo lo que tengo, y yo voy a casarme con un gitano. —¡Cualquiera! —había repetido Tacho, indignado y frustrado. —Cualquiera —acordó Thiago cuando Tacho completó el relato. —Sí, cualquiera, ¿no? —se sintió comprendido Tacho—. Las mujeres son cualquiera. —Sí, las odio —confraternizó, enojado, Thiago. —¿A vos qué te pasó? —¿Sabías que Mar y yo...? —Sí, todo el mundo lo sabía. —¡Estábamos perfecto! —se quejó Thiago—. Después del cumpleaños, empezamos a salir... Estuvimos unos días re bien, felices... y de pronto... —¿Qué? —había dicho Thiago azorado cuando Mar le dijo que no quería seguir siendo su novia. —Sí, eso, ¿no entendés cuando hablo? Se empastó el cuento, se vino abajo la medianera, saltó la térmica. —¡Habla claro, Mar! —se había enojado Thiago. —¿Más claro? No quiero seguir siendo tu novia, se terminó, basta. —¿Pero por qué? —Porque sí... —había respondido Mar, y se había puesto un tanto nerviosa, algo ocultaba, pensó Thiago—. Vos y yo... somos el agua y el aceite. Vos cheto, yo no; vos carilindo, yo no; vos todo y yo nada, así que no va. —¡Cualquiera! —había dicho Thiago, indignado. 299 —Cualquiera —concordó Tacho, aunque si bien no conocía las razones por las que Mar había dejado a Thiago, podía suponerlas: Barto. —¿Vos las entendés? —Imposible entenderlas. —¿Sabes lo que tenemos que hacer nosotros? —dijo Thiago—. Salir de joda. ¿Cuántos años tenes vos, Tacho? —Dieciséis. —Yo también, somos muy chicos para ponernos de novio... ¿sabes toda la joda que nos falta? — qm tv jaya to amigo tacivetón —puso Taoho cómo condición. El proyecto de la salida masculina empezó a crecer, Rama se sumó, aunque estaba dolido por el desamor de Mar, entendía que Thiago no tenía ninguna culpa. Lleca quiso sumarse pero como no fue admitido, se enojó mucho. —¿Por qué no? —Porque sos muy chico. —¡Tengo once! —gritó. —Por eso —le respondieron. Tacho no pudo evitar que se sumara Nacho, pero ya no le preocupaba; si el problema con Jazmín era que él no era gitano, Nacho tampoco lo era y, llegado el caso, la salida podía ser una buena ocasión para volver a descargar su bronca en sus cachetes. Lo único que les faltaba definir era el lugar. Entonces ahí apareció Mogli, un tanto emocionado, y más entreverado para hablar que de costumbre; les costó mucho entender lo que les decía. —Micola ser casarar, amainé cutú con Malamina, amigus le festejarar... —y buscó la palabra, y al no encontrarla, completó la frase en su dialecto—: Ambru da fine. —¿Eh? —dijeron al unísono Tacho, Thiago y Rama. —Micola... Mi-co-la... —se impacientó Mogli. —Sí, Nico... —tradujo Thiago... —Ser casarar con Malamina —repitió Mogli casi deletreando cada palabra, como si fuera un tema de velocidad. 300 —¡Que se casa con Malvina! —interpretó Rama—. Sí, ya lo sabemos. —Amigus... —dijo Mogli señalando a todos y a sí mismo—. Le festejarar... —y volvió a buscar palabras, y se iluminó. ¿Solteru? —¿Soltero? —dijo Tacho. —Sisisí, solteru... ciao, ciao soltero, vain vora, adeus, chao solteru... —¡La despedida de soltero! —exclamó finalmente Thiago comprendiendo. —¡Ah, buana! —exclamó al fin Mogli. Habían encontrado la ocasión perfecta para una noche de diversión, de algunas licencias y, sobre todo, de mujeres. 301 Cuando llegó el sábado, todos estaban ansiosos y con muchas expectativas por la despedida de soltero. El espíritu de la fiesta sobrevolaba la mansión. Rama y Tacho suponían, por un lado, que Lleca los fastidiaría insistiénáoles para ser incluido y, por ei otro, que Barto intentaría frustrar la salida con su hijo, pero ambas suposiciones resultaron infundadas. Lleca ni mencionó la reunión y fue a acostarse temprano, y Barto no les dijo nada, más allá de alguna recomendación sobre no tomar alcohol. En realidad, a Barto le resultaba insufrible que su hijo saliera con los roñosos, pero no pudo decirle que no a Nico cuando le aseguró que los iba a cuidar y, además, estaba tan contento con el inminente casamiento que tenía el sí fácil. Los chicos habían organizado paso a paso cómo sería la noche, y todos estaban ansiosos por conocer a Samira, una odalisca que Nacho se había encargado de contratar. La experiencia comenzó en el loft de Nico, donde él los esperaba con cierto temor; sabía que su despedida iba a tener ciertos elementos rituales aportados por Mogli, para quien una despedida de soltero no era tanto una fiesta sino una ceremonia, y que también estaría cargada de la euforia adolescente de los invitados. Nico se preguntaba qué resultaría de esa mezcla. Los chicos llegaron con una excitación que sobrepasaba lo que había imaginado Nico, lo sentaron en una silla, y comenzaron la transformación. Le quitaron la ropa y lo disfrazaron de bebote, aunque tuvieron que aceptar que Mogli le pusiera un collar tradicional hecho con dientes de hiena (animal sagrado zahori) y cola de lagartija. Luego, sin darle tregua, le estrellaron huevos en la cabeza y en el pecho, y lo rociaron 302 con harina. Cuando estuvo bien sucio y ridículo, lo sacaron del loft y lo subieron al jeep de Nico, que Mogli condujo hasta el lugar elegido para el festejo: un canto bar. Durante el trayecto no pararon de cantar y saltar sobre el jeep. Al llegar al canto bar se subieron a las mesas y corearon cada canción, mientras esperaban su turno para subir al escenario; y la euforia continuó hasta que una mesera se acercó hasta ellos y Nico decretó que nadie tomaría alcohol esa noche. Todos se quejaron ruidosamente, la cerveza era una de las licencias que esperaban poder tomarse. Pero Nico insistió, y Nacho dijo que a los otros podía impedírselo, pero a él no, a lo que Nico respondió que sí en cambio podía decidir quién permanecía en su despedida. —Micola tenerer razo, no non se toma alcolol, pero si se tomar bruetura... bebida sagradu. Nico tradujo que todos deberían tomar «bruetura», una bebida tradicional zahori para la ceremonia prenupcial. Mogli sacó una pequeña vasija de cerámica de su morral y seis vasitos pequeñísimos, también de cerámica. Vertió una ínfima cantidad en cada vaso y luego ordenó que cada uno tomara el suyo. Todos lo miraron frustrados y algo asqueados; la bebida tenía un color muy poco tentador, pero Nico les explicó que no podrían desairar a Mogli y sus tradiciones. Entonces el grupo completo tomó el vasito y lo elevaron para brindar. —¡Por Nico! —propuso Thiago. i —¡Por Nico! —gritaron todos. Y se bebieron de un trago la escasa cantidad de «bruetura» que les había servido Mogli. Al principio no sintieron nada, ni gusto siquiera; la bebida parecía agua, pero pocos segundos después comenzaron a sentir un calor que les subía desde el estómago y les brotaba por cada poro de la piel. Cuando Nico vio los rostros enrojecidos de los chicos y los ojos que parecían salírseles de la órbita, manoteó a Mogli por el cuello. —¿Qué nos diste, Mogli? —Bruetura... saca spírito de la festa afuara. 303 —¿Espíritu de la fiesta? —dijo Nico aterrado, viendo los chicos que ya se subían a las mesas, se sacaban las reme ras y las revoleaban como un poncho, y comprendió qu< hubiera sido preferible un vaso de cerveza antes que el brue tura ése. Lo que siguió fue épico, y al día siguiente pudieror reconstruir un poco la noche a partir de algunas fotos que habían tomado. Estaban tan poseídos por el espíritu de le fiesta que todos alzaron en andas a Lleca cuando lo vieror entrar, se había escapado de la mansión y los había seguido. —¿Qué haces acá? —preguntó Nico a los gritos, mientras entre todos lo tiraban hacia el techo. El resto de la gente se divirtió mucho en el canto bar viendo a ese grupo tan heterogéneo, cantando y bailando sobre las mesas. Cuando les tocó el turno de cantar, subieron los siete al escenario, y comenzaron a entonar un popurrí de canciones de fiesta. Al promediar la noche, el espíritu de la fiesta los fue abandonando lentamente, y todos empezaron a decaer. —Spírito de la festa se va rápidu —explicó Mogli a Nico—. Ahora chega espirito de la verdá. El espíritu de la verdad no era tan divertido como el de la fiesta, ni mucho menos. Poco a poco todos fueron bajando como la espuma de la cerveza. Lleca, que era el único que no había tomado bruetura, y su espíritu de la fiesta seguía intacto, intentaba levantarlos y reflotar la euforia, pero uno a uno fueron cayendo y, de pronto, fueron descubriendo que no había en sus corazones otra cosa más que un gran vacío que trataban de tapar con fiestas, gritos y euforia. —Las mujeres son malísimas —dijo Thiago, acodado sobre Tacho, como si acabara de descubrir una verdad universal—. Porque una cosa es hacer sufrir, y otra es que te guste hacer sufrir. Las odio. —Las minas lo que quieren es que las trates mal —sentenció Tacho—. Si las tratas bien, se vuelven jodidas. 304 —¡Man! —exclamó Nacho casi en llanto—. Soy el más lindo, el más millonario, el tipo con más onda, ¿por qué no me dan bola las minas? Todos miraron a Rama, esperando su propio descargo, pero él no se atrevió a hablar, estaba abstraído por el profundo dolor que le provocaba la imagen de Mar. Así es la ley... hay un ángel hecho para mí... Te conocí, el tiempo se me fue, tal como llegó... Todos giraron, y vieron azorados a Nico, parado en el escenario, cantando la versión en español de Ángel, de Robbie Williams. Su voz estrangulada evidenciaba las lágrimas contenidas, era un espectáculo casi lamentable. Y te fallé... te hice daño, tantos años... Yo... pasé por todo sin pasar, te amé sin casi amar... La desesperada angustia de Nico angustió más a todos, jue ya se mecían al ritmo lastimero de la canción. La voz de ico se iba estrangulando cada vez más. ¿Yal fínal quién me salvó? El ángel que quiero yo... Cuando quiso subir el tono para alcanzar el estribillo, la voz de Nico se quebró, y empezó a cantar llorando. De nuevo tú, te cuelas en mis huesos... Dejándome tu beso junto al corazón. Pensaba en Cielo, en esa belleza angelical que era su único bálsamo en los días tristes. Y otra vez tú, abriéndome tus alas... Me sacas de las malas rachas de dolor. 305 Iba a casarse, iba a casarse con Malvina, dejando atrás a Cielo y todo su amor; podría mentirle al mundo, menos a sí mismo: Porque tú eres, el ángel que quiero yo... Para un espectador externo no era más que un grupo de jóvenes en la fase depresiva de la borrachera; pero Mogli, que los contemplaba con recogimiento, sabía lo que les estaba ocurriendo: el bruetura no convocaba al espíritu de la fiesta, sino que lo sacaba, lo dejaba ir, lo expulsaba, liberaba de esa necesidad evasiva, y finalmente enfrentaba con el deseo, con la verdadera necesidad, con aquel grito silencioso que desoímos cada día. Cuando estoy fatal... Ya no sé qué hacer, ni a dónde ir... Nacho no recordaba haber sentido angustia, y lo desconcertaban sus pensamientos, tenía una revelación: era tan invisible a las mujeres como lo era en su propia casa, para sus propios padres. Rama empezó a llorar cuando advirtió que detrás del dolor por el desamor de Mar había otro dolor, y otro desamor: el de su madre y su inexplicable abandono. Sin saberlo, Thiago compartía el mismo dolor, el abandono de Mar había revivido en él aquel abandono tan doloroso, el de Ornella. Tacho lloraba porque Jazmín le había dicho que era indigno de ella por no ser gitano, como había sido indigno para su familia el día en que lo cambiaron por un televisor. El cuerpo se me va, hacia donde tú estás... Mi vida cambió, el ángel que quiero yo... El enojo, el odio a las mujeres, la bronca no eran más que dolor, profundo dolor, y cuando odiaban a las mujeres, odiaban a aquellas madres que les habían dejado una marca profunda en sus almas. No eran más que un puñado de nenes 306llorando y pidiendo a gritos por ese ángel de la guarda, esa madre que les había soltado la mano en medio de una avenida feroz. Porque tú eres, el ángel que quiero yo... Nico terminó de cantar con sus ojos inyectados en lágrimas, fue casi como una despedida. Mogli fue reuniendo a dos, que se dejaron conducir por él. Regresaron en silencio y pensativos, sintiendo el viento fresco en sus caras, mientas Mogli conducía el jeep de Nico. Al llegar al loft, Mogli pagó por los servicios no prestados a Samira, la odalisca, rué los esperaba allí. Ninguno la miró ni se interesó por su famosa danza del vientre. Mogli se encargó de llevar a cada no a su habitación. Acompañó a Nacho y a Thiago a la habiación de éste, y los observó hasta que se acostaron. Luego buscó a Rama y Tacho, que habían quedado en la misma posición en la que los había dejado en la sala; Lleca los miraba absorto. Mogli acompañó a todos hasta sus camas, y apagó la luz cuando se acostaron. Regresó al loft, y cubrió ron una manta a Nico, que se había acostado en el sofá. —Ella es un ángel —dijo Nico ya durmiéndose. Mogli asintió y lo arropó. Luego salió al balcón y vio romo el horizonte se teñía de un púrpura furioso, pronto amanecería. 307 El lunes siguiente, luego de servir el desayuno a los chicos, Cielo salió de la mansión rumbo a la clínica especializada en amnesia. Como le prometió a Malatesta, no le explicó la verdadera razón a Bartolomé; adujo simplemente que debía hacer un trámite personal. La mención de «trámite personal» lo inquietó un tanto, pero estaba tan ocupado en organizar las mesas para la fiesta de casamiento que lo desestimó. Cielo salió por la puerta principal y miró hacia el loft de Nico, la ventana estaba cerrada. Vio que había alguien trabajando en el local de la planta baja, y que las vidrieras, cubiertas hasta el día anterior, dejaban ver ahora algunas antigüedades. «Seguramente alquilaron el localcito», pensó. Caminó unos pasos para mirar la mercadería más de cerca. «Qué lindas chucherías», dijo para sí al ver las antigüedades. Le llamó la atención que dentro del local estuviera Malvina charlando con un hombre joven, de pelo corto, buen mozo y muy elegante. Al descubrir a Cielo, Malvina le hizo una seña para que acercara y le dijo: —Ah, Sky... te presento a James Jones. Es el dueño de este negocio, ¿no es divino? —¿El local o James Jonses? —bromeó Cielo. El propietario sonrió, y la saludó con un beso al presentarse. —¿Inauguró hoy? —preguntó Cielo. —Estoy en eso. —Me estaba comentando James que es soltero, Sky... Quien te dice, como vos estás sólita... En cualquier momento podemos hacer una salida de a cuatro, ¿no? Cielo se escabulló de la situación incómoda con elegan- 308El lunes siguiente, luego de servir el desayuno a los chicos, Cielo salió de la mansión rumbo a la clínica especializada en amnesia. Como le prometió a Malatesta, no le explicó la verdadera razón a Bartolomé; adujo simplemente que debía hacer un trámite personal. La mención de «trámite personal» lo inquietó un tanto, pero estaba tan ocupado en organizar las mesas para la fiesta de casamiento que lo desestimó. Cielo salió por la puerta principal y miró hacia el loft de Nico, la ventana estaba cerrada. Vio que había alguien trabajando en el local de la planta baja, y que las vidrieras, cubiertas hasta el día anterior, dejaban ver ahora algunas antigüedades. «Seguramente alquilaron el localcito», pensó. Caminó unos pasos para mirar la mercadería más de cerca. «Qué lindas chucherías», dijo para sí al ver las antigüedades. Le llamó la atención que dentro del local estuviera Malvina charlando con un hombre joven, de pelo corto, buen mozo y muy elegante. Al descubrir a Cielo, Malvina le hizo una seña para que acercara y le dijo: —Ah, Sky... te presento a James Jones. Es el dueño de este negocio, ¿no es divino? —¿El local o James Jonses? —bromeó Cielo. El propietario sonrió, y la saludó con un beso al presentarse. —¿Inauguró hoy? —preguntó Cielo. —Estoy en eso. —Me estaba comentando James que es soltero, Sky... Quien te dice, como vos estás sólita... En cualquier momento podemos hacer una salida de a cuatro, ¿no? Cielo se escabulló de la situación incómoda con elegan- 308 cia, le deseó suerte al señor Jones con su negocio, y siguió su camino hacia la clínica. Al llegar vio a un hombre de unos treinta años, de pelo lacio y algo largo, castaño claro, que caminaba en dirección a ella, concentrado en unos papelitos de colores que venía leyendo con su cabeza inclinada. Cielo advirtió que iba tan absorto que no la había visto, y se corrió para que no la chocara; él, al percibir el movimiento, levantó la cara y la observó. Y Cielo a él. Tenía unos hermosos ojos algo achinados, y una sonrisa picara, como si viniera riéndose de algo que había recordado. La miró como reconociéndola. —Hola —le dijo, aún impactado por la belleza de Cielo. —Hola —respondió ella, un tanto sorprendida por el abordaje. —¿Nos conocemos? —preguntó él. —No —dijo ella. —Yo soy Alex —se presentó mientras extendía su mano. —Cielo —dijo ella, y se la estrechó. Él miró la puerta de la clínica, frente a la que estaban parados, y preguntó: —¿Venís a la clínica? ¿O te vas? ¿Trabajas acá? —Vengo —dijo ella sonriendo. —Ah, yo también —dijo él—. Adelante... Y le abrió la puerta para dejarla pasar. Fueron hasta la recepción, donde a Cielo le indicaron un consultorio al final del pasillo hacia la derecha. —Bueno, un gusto, Alex —dijo ella despidiéndose. —Un gusto, Cielo —respondió él mirándola con intensidad. Cielo caminó hasta el final del pasillo y esperó unos minutos frente al consultorio, hasta que un médico joven y muy amable la hizo pasar. El consultorio del doctor Ambrosio era muy luminoso y acogedor. —El doctor Malatesta me contó tu caso, y me mandó tus estudios —comenzó el doctor Ambrosio—. La buena noticia es que no tenes ningún daño cerebral. 309 —Sí, eso ya lo sabía. —Bueno, pero quiero contarte por qué es una buena noticia. En este lugar atendemos a mucha gente que tiene problemas de la memoria, como resultado de algún traumatismo o enfermedad neurológica. Los tratamientos en esos casos tienen algunos límites, hay veces que no podemos reparar partes de un cerebro dañado. En tu caso, tu cerebro está completamente sano. —¿Entonces cuál sería la mala noticia? —preguntó Cielo. —La mala, aunque en realidad no es tan mala, es que en tu caso la solución a tu problema no la tengo yo, ni ningún médico, ni la ciencia. La tenes vos. —¿Por qué yo? —Tu amnesia, Cielo, es producto de algún trauma emocional, psicológico. La única que puede desarmar y rearmar ese rompecabezas sos vos. —¿Y cómo? —Hablando. A través de la terapia. Si vos estás de acuerdo, comenzaríamos un tratamiento. Se trata sólo de hablar, que vos puedas hablar de todo: de lo que recuerdes, de lo que no, de lo que te pasó en el día, de los sueños, de todo. Sólo hablar. Nosotros te vamos a dar algunos ejercicios para tratar de estimular tu memoria. —Ok. ¿Empiezo? Hablar no era una dificultad para Cielo, y estuvo los siguientes cuarenta y cinco minutos hablando sin parar. Al terminar fijaron otro horario, y el doctor Ambrosio la despidió. A la salida de la clínica volvió a toparse con Alex, que estaba otra vez concentrado en un papelito rosa que venía leyendo. Levantó la cabeza, la vio y sonrió. —¿Qué tendrá ese papelito que te tiene tan concentrado? —bromeó Cielo. —¿Perdón, nos conocemos? —dijo él sonriente. —Cielo —dijo ella extendiendo su mano, prendiéndose en su broma. —Alex —respondió él también sonriente. —Alex, no te olvides eso —le dijo una recepcionista. 310—No, no —respondió él. —¿Trabajas acá? —preguntó Cielo. —Creo que sí —dijo él, sonriendo. —Entonces nos veremos —dijo Cielo y salió. Cuando se fue, Alex se acercó a la recepcionista, que le entregó una guitarra en su funda. —Gracias por cuidármela —dijo él, y salió con su guitarra al hombro. Cielo aprovechó que estaba en el centro para ir a comprar algunas cosas que necesitaba y, además, algún regalito para las chicas a las que veía medio caiduchas últimamente. De regreso atravesó una plaza para acortar camino. Se sorprendió mucho cuando vio nuevamente a Alex, sentado en un banco de la plaza, tocando Let it be en una guitarra, y tarareándola. El hecho de encontrarse por tercera vez en el día con ese hombre tan atractivo y simpático le hizo pensar en si no sería algún tipo de señal, aunque inmediatamente se dijo que la tristeza por el casamiento de Indi le estaría haciendo ver señales donde no las había. —¿Médico y músico? —le preguntó acercándose. Él la miró, sonrió, y dejó de tocar. —Prefiero compositor —dijo él. —¿Ah, sí? ¿Compositor? ¿Y estás componiendo? —Sí, dijo él. Me estaba bajando un temón... Escúchalo, y decime si no es un temón. Y volvió a tocar acordes de Letitbe y a tararear el tema. Cielo se rio, francamente; Alex le resultaba muy divertido. —Sí, la verdad que sí. Un temón... va a recorrer el mundo ese tema. —Bueno, no sé si tanto —dijo él con modestia, y volvió a mirarla. Se miraron unos instantes, y ella finalmente dijo. —Bueno... me tengo que ir, ya se me hizo tarde. Nos vemos... —Alex —dijo él, como presentándose. Cielo se rio nuevamente de su chiste. ’ —Cielo —dijo ella siguiéndole el juego. 311 Una semana después, cuando Cielo salía para su segundí sesión en la clínica, se topó con Malvina, que la aturdió cor palabras. Estaba histérica, faltaba nada para su casamientc por civil, y tenía tanto, so much, que hacer. Iba a necesitai de Cielo a tiempo completo. Cielo explicó que ella debía salir, pero Malvina le dijo que no, que además de su ami, era la muqui, y que tenía que hacer 2o que ella, la señora de la casa, le ordenara. —Yo tengo que salir —repitió Cielo. —¿Qué pasa? —dijo Malvina—. ¿Te pone mal mi casamiento? —¿Qué dice? —Digo... porque tenes una cara... ¡Helio! Me caso, Sky... Hay que encargarse de los invitados, del servicio, de los tres vestidos, uno para el civil, otro para la iglesia, otro para las cuatro de la mañana cuando sirvan la pata de cordero... Make up, cotillón, despedida de soltera, ¡¿no ves el estrés que da un casamiento?! Cielo no pudo rehusarse, y tuvo que aplazar su turno. Ayudó a Malvina con cada tarea para su casamiento, y tuvo que soportar verla a los besos con Nico cuando él vino al ensayo de la ceremonia del civil, que sería allí mismo, en la mansión. Cielo advertía que Nico se sentía incómodo con su presencia, pero eso no atemperaba el dolor y enojo que le provocaba. Pero lo que realmente la sacó de quicio fue cuando Malvina, muy ceremoniosa, le propuso, delante de Nico, y por ser su gran ami, ser testigo de su casamiento por civil. —Ahora me tengo que ir —fue la respuesta de Cielo, que salió apenas conteniendo la bronca. Fue hasta la clínica, ya tenía un tema para hablar sin parar durante toda la sesión, y al ingresar se chocó con Alex que salía, una vez más concentrado en ese papelito que leía. El choque no fue fuerte, pero Cielo perdió el equilibrio y cayó, lo que acrecentó desproporcionadamente el enojo que ya traía. 312 —¿No mira por dónde camina? —gritó, y luego vio que se trataba de Alex, entonces se calmó un poco. —Perdón —dijo él—. Venía distraído. —Sí, siempre caminas distraído, vos—. dijo aún molesta por el choque. —Perdón, ¿nos conocemos? —dijo Alex. Ya era suficiente, al principio había sido divertido el ruste, pero a la cuarta vez ya no tenía nada divertido, menos on el día que ella había pasado. —¿No te parece que ya cansa ese chistecito? —le largó directa. —¿En serio nos conocemos? —dijo él un tanto preocupado. —¡Basta, hombre! —estalló Cielo—. Sos re pesado con ese chiste. —Perdón... —dijo él—. No sé, tal vez nos conocemos y... —dijo él estirando su mano hacia ella. —¡No me toques! —gritó ella, que ya empezaba a pen-ar que él era una especie de enfermito—. Basta, no te me cerques. —¿Qué pasa? —preguntó el doctor Ambrosio, que estaba erca de ellos e intervino al escuchar el tono de voz de Cielo. —Nada, este hombre que se hace el gracioso... —Parece que la conozco, doc... —dijo Alex. —¿Y seguís con el chiste? —se enojó aún más Cielo. —Cielo... si lo conociste, él no se acuerda —explicó Ambro- 3—. Alex es paciente de la clínica, tiene un cuadro de amnesia muy grave, se olvida de todo a los pocos minutos. Cielo quedó demudada. Miró a Alex, que sonrió y le dijo jt enésima vez: —Yo soy Alex. 313 Tacho sabía que su mejor virtud era su tenacidad. Sabía que no era inteligente ni muy habilidoso, pero esas carencias las suplía con tenacidad. Por eso decidió persistir con Jazmín, aun cuando ella seguía adelante con su negativa. Si el problema era que él no era gitano, habría que ser gitano. Estaban en agosto, y los días más crudos de invierno se congelaba el patio cubierto; ante ese panorama, Cielo les había puesto calefactores en los cuartos a los chicos. Jazmín regresó aterida de frío de la calle, donde habían estado con algunos de los chicos y Justina haciendo los rumanos, y corrió a recuperarse del frío en su habitación calefaccionada. Al entrar, se encontró con un camino de pétalos rojos y blancos que conducían hacia una tela roja, colocada en la abertura que separaba ambas habitaciones; se oía una guitarra que tocaba unos acordes flamencos. Muy intrigada, Jazmín se acercó hacia la tela roja, pero se asustó cuando se encendió detrás una luz que reveló una figura en contraluz, al tiempo que estallaba un flamenco a todo volumen. La sombra apartó de un manotazo la tela, y ahí estaba Tacho. Tenía pantalones negros muy ajustados, botas blancas, una camisa rojo furioso, brillosa, abierta hasta el pecho, sobre el que se apoyaba un rosario de plástico blanco. Lucía el pelo recogido, unas patillas pintadas hasta las mejillas, un sombrero negro de borlas, y una rosa roja entre los labios: era un perfecto estereotipo de gitano. Con afectación, se quitó la rosa de la boca y comenzó a bailar lo que él imaginaba que era el flamenco, cantando con su voz impostada sobre la canción que sonaba. En actitud de gitano recio, bailó cantando alrededor 314 de Jazmín, que lo miraba entre sorprendida y tentada. Tacho terminó su canción, se arrodilló ante ella y declamó: —Ay, mi rosa de la Alhambra, rosa de la morería... Haré lo que tú me mandes, con tal de que seas mía. Y permaneció en silencio, agitado, expectante de la reacción de Jazmín. Ella comenzó a reírse a carcajadas, por cierto no era la reacción esperada por Tacho. —¿Estuve bien? —Estuviste muy gracioso. —Pero te maté, ¿o no? —Muy gracioso —repitió ella. —¿Ves que puedo ser un gitano? —No... —dijo ella riendo—. Vos nunca vas a ser un gitano. —¿Por qué no? —dijo él, ya enojándose, y poniéndose de pie—. ¿Qué me hace falta para ser gitano? —Haber nacido gitano —dijo ella—. Igual me encantó —agregó sonriendo, halagada. —Bueno, puedo ser tu falso gitano. —No, Tacho —dijo Jazmín volviendo a poner la distancia de siempre. —¡Córtala con esa guada de gitano y no gitano! —protestó él. —¡No me jodas con eso! —concluyó ella la charla, amagó a salir, pero antes le aseguró—: Yo me voy a casar con un gitano, ¡un gitano de verdad! Pero Tacho era tenaz. Entonces, si se trataba de ser gitano de verdad, sería gitano, y para eso sin pérdida de dempo, por puro impulso, se dirigió al sur de la ciudad, al Darrio de los tablaos, donde había una pequeña comunidad gitana. Entró en un tablao que estaba vacío, excepto por un tnciano que tomaba una copa de un líquido verde claro. —Está cerrao —dijo parco el hombre, sin mirarlo. —¿Usted es el dueño? Necesito hablar con un gitano. El anciano lo miró extrañado, pero no contestó. Tacho e acercó, decidido. —Usted parece muy gitano. Necesito pedirle un favor —y 315 con desparpajo tomó una silla y se sentó junto al anciano que lo miraba inexpresivo—. Mire, yo no soy gitano... —comenzó Tacho. —Eso está a la vista —dijo el anciano, con una inflexión de la voz que denotaba que ya le estaba cayendo simpático Tacho. —Por eso... —continuó Tacho—. No soy gitano ni ahí, pero me enamoré de Jazmín, gitana, hermosa, hermosa y gitana.. —Lógico. —Y ella no quiere ser mi novia porque yo no soy gitano. —Lógico —repitió el anciano. —Entonces... lo que le quiero preguntar es... Usted que es re gitano y que debe saber todo sobre los gitanos... ¿nunca una gitana se puede casar con un pacho? —Payo —corrigió el anciano, y agregó—: No, si quiere seguir siendo gitana... —Ahá... —dijo Tacho—. ¿Y cómo puedo hacer para convertirme yo? —¿Convertirte? —Sí, al gitanismo. El anciano se echó a reír con carcajadas tan estridentes que asustaron un poco a Tacho. —Ser gitano no es una religión, payo —dijo el anciano—. Es una identidad, se lleva en la sangre, es herencia. Naces gitano y mueres gitano. Naces payo y mueres payo. —¿Nada se puede hacer? —dijo Tacho desahuciado. —Si de verdad la amas, puedes intentar volverte digno del corazón de una gitana. Puedes convertirte en un gitano más gitano que los gitanos. Puedes aprender nuestra cultura, nuestra música, nuestras tradiciones. Pero te llevaría toda la vida, y aun así, tu sangre no sería gitana. —Pero sería bastante más gitano que ahora, ¿no? —dijo Tacho viendo una luz de esperanza. —¿En qué comunidad vive tu gitana? —preguntó con interés el anciano—. Hay algunas que son menos ortodoxas que otras. 316 —No, no vive en ninguna comunidad. Es una chica huérfana que vive en la Fundación donde vivo yo. —¿Qué fundación es ésa? —La Fundación BB —respondió Tacho. El anciano abrió grandes los ojos, y a continuación le dijo que debía irse. Tacho regresó a la Fundación frustrado, pero no vencido. Él le encontraría la vuelta a esa imposibilidad y conseguiría ser gitano. 317 Thiago estaba convencido de que había algo extraño en la decisión de Marianella de terminar la relación, algo le había pasado, y él suponía que tenía que ver con cierto complejo de inferioridad. Por su condición, tal vez ella sentía que él no era para ella, y sólo quería jugar. Por eso le pidió consejos a Nico sobre cómo manejarse. —Una mujer quiere creer siempre en el hombre que ama, que le genere confianza. Vos tenes que convencerla de que no se equivoca al creerte —le había dicho Nico, y le ofreció su loft para organizarle una cena romántica en la que pudieran hablar mejor. En complicidad con Thiago, una noche Nico citó a Marianella en su loft, pero quien le abrió la puerta fue Thiago. Mar se puso tan nerviosa como cada vez que lo veía, e incluso más cuando comprendió que todo había sido un engaño, y vio la mesa ratona hermosamente decorada con unas velitas. —Chau —dijo ella tensa al verlo, pero él la retuvo. —No te vayas, Mar. Nada más quiero hablar con vos. Ella se enterneció mucho cuando vio el caos que había dejado en la cocina. —No tenía ningún sentido si no cocinaba yo —dijo Thiago. La comida no estaba mal de sabor, pero de aspecto era peor que la comida que comía Mogli. Ambos comieron sentados sobre almohadones en el piso, y por primera vez desde que se conocieron, pudieron hablar bien. —Quería entender por qué me dejaste, nada más. —Se me empastó la bujía. —Eso quiere decir muchas cosas, y no quiere decir nada, Mar. Yo lo único que sé es que estábamos bien, empezando 318Thiago estaba convencido de que había algo extraño en la decisión de Marianella de terminar la relación, algo le había pasado, y él suponía que tenía que ver con cierto complejo de inferioridad. Por su condición, tal vez ella sentía que él no era para ella, y sólo quería jugar. Por eso le pidió consejos a Nico sobre cómo manejarse. —Una mujer quiere creer siempre en el hombre que ama, que le genere conñanza. Vos tenes que convencerla de que no se equivoca al creerte —le había dicho Nico, y le ofreció su loft para organizarle una cena romántica en la que pudieran hablar mejor. En complicidad con Thiago, una noche Nico citó a Marianella en su loft, pero quien le abrió la puerta fue Thiago. Mar se puso tan nerviosa como cada vez que lo veía, e incluso más cuando comprendió que todo había sido un engaño, y vio la mesa ratona hermosamente decorada con unas velitas. —Chau —dijo ella tensa al verlo, pero él la retuvo. —No te vayas, Mar. Nada más quiero hablar con vos. Ella se enterneció mucho cuando vio el caos que había dejado en la cocina. —No tenía ningún sentido si no cocinaba yo —dijo Thiago. La comida no estaba mal de sabor, pero de aspecto era peor que la comida que comía Mogli. Ambos comieron sentados sobre almohadones en el piso, y por primera vez desde que se conocieron, pudieron hablar bien. —Quería entender por qué me dejaste, nada más. —Se me empastó la bujía. —Eso quiere decir muchas cosas, y no quiere decir nada, Mar. Yo lo único que sé es que estábamos bien, empezando 318 a ser novios... Yo te amo, y sentía que vos también a mí, y de pronto, de la nada, me dejaste sin una explicación. —Sí, te expliqué. —¿Que somos el agua y el aceite? ¿Ésa es la explicación? No somos tan distintos, Mar. Y si con eso te referís a que vos sos huérfana y pobre, y yo supuestamente soy el rico, te quiero decir que eso para mí no significa nada. —No, para vos no —dijo ella bajando la cabeza. —¿Y para quién sí? —dijo Thiago empezando a comprobar su teoría—. ¿Para mi papá? —Yo ya debería irme... —dijo Marianella. —¿Mi papá te dijo algo? ¿Él te prohibió ser mi novia? —No es que me prohibió, pero... —¡Fue eso! —exclamó Thiago, tan enojado con Barto como aliviado de que Mar lo hubiera dejado a su pesar—. Mi amor, yo sé que mi papá es pesado, él no quiere que yo me junte con ustedes... —Ya lo sé... —Pero él no quiere porque le parece que ustedes pueden sentirse mal... —Mar lo miró como si hubiera dicho un lotal desatino. —Yo no estoy de acuerdo con él, pero mi papá cree que si ustedes están en contacto conmigo y con mis amigos, y ven el estilo de vida que llevamos, se pueden sentir mal... No lo hace de malo, él piensa que así los cuida. —Sí, claro —dijo Marianella compadecida de la mentira en la que vivía Thiago. —Estemos juntos, Mar..., por favor. Te amo, pienso en vos todo el día, yo te amo de verdad. —No quiero que a tu viejo se le caiga la medianera. —No tiene por qué enterarse —dijo Thiago—. Podemos ser novios en secreto... —le propuso con una gran sonrisa cómplice. Esa sonrisa que haría bajar una y otra vez la guardia de Marianella y que ella llamaría «la sonrisa compradora», esa sonrisa ancha como brazos extendidos. Él se acercó a ella, le tomó el mentón y le giró la cara. —Si vos me decís que no querés, yo no te molesto más. 319 Pero si es por mi papá, él no decide por mí, y tampoco por vos. Ella entonces lo besó. Además de desearlo, quería ocultar sus lágrimas. Desde el día en que Bartolomé la había obligado a cavar su propia tumba, había llorado cada noche hasta dormirse, deseando que Thiago viniera a rescatarla de su prisión. Y una vez más, Thiago, su príncipe hermoso de sonrisa compradora, había estirado su mano para sacarla de esas aguas oscuras en las que se estaba ahogando. Ser novios en secreto hasta resultaba divertido, pero Mar insistió en que secreto significara realmente secreto, que nadie, salvo ellos, lo supieran. Y así fue durante un buen tiempo. Disfrutaban de la complicidad, de ese secreto que era sólo de ellos; de mirarse de reojo mientras todos desayunaban en la cocina; de escuchar esa canción que les gustaba a los dos y cruzar miradas, sabiendo que nadie más entendía el significado que ellos le atribuían. Como Bartolomé le había confiscado el celular a Marianella, Thiago le regaló otro; las charlas y confesiones amorosas de la noche eran una felicidad mucho más grande que lo que había podido imaginar Mar en toda su vida. Los mensajitos de textc eran pequeñas victorias cotidianas, eran el amor triunfando sobre el destino. Mar le ganaba unos minutos a sus obligaciones, y se iba hasta una plaza cercana, donde él la buscaba a la salida del colegio. Pasaban valiosísimos minutos tirados en el césped, besándose, charlando, mirándose. Ella amaba contar sus lunares, mientras él le hablaba de su infancia, de su madre, de su vida en Londres. Antes de volver a la mansión, permanecían unos minutos en silencio, ella recostada junto a él, con su cabeza apoyada en su pecho; le encantaba el olor de Thiago y la sensación de la textura del paño del uniforme del colegio sobre su rostro. Luego regresaban caminando de la mano, para separarse a un par de cuadras de la Fundación, a la que llegaban por separado. Volver a verse en la casa y saludarse, como si no se hubieran visto, la risa disimulada y cómplice al comprobar que ambos tenían rastros 320 de césped en su ropa, y los miles de códigos y guiños cómplices que tenían, eran el alimento de ese amor que crecía en secreto. Pero el amor se resiste a permanecer en secreto por mucho tiempo, es propio de la naturaleza del amor el deseo de expresarlo, de compartirlo con los otros; además de amarse, los amantes quieren decirle al mundo que se aman. Ambos consintieron en que cada uno le contaría a un amigo su secreto, para tener con quién compartirlo. Mar se lo contó a Jazmín, quien le dijo que ya lo había leído en su ojos, y estuvo feliz por ella. Thiago se lo contó a Nacho, sabiendo que posiblemente era un error, pero Thiago consideró que Nacho no podría ocupar su lugar de mejor amigo si él no lo trataba como tal. Él criticó su decisión, no podía entender que se hubiera enamorado de la Blacky. Pero esa reacción era esperable tratándose de Nacho, incluso ese tipo de actitudes era lo que lo divertía de su amigo. Con lo que no contaba realmente era que Nacho se lo dijera a Tefi. No fue una traición, sino un descuido de desbocado. Tefi se sintió humillada, no sólo porque Thiago jamás había vuelto a fijarse en ella, sino porque había preferido a esa villera. Entonces Tefi buscó y encontró la ocasión de poner al tanto a Bartolomé. Una tarde que estaba en la habitación de Thiago con él y con Nacho haciendo un trabajo práctico para el colegio, bajó a buscar algo para tomar, y allí se topó con Marianella. Tefi se dio cuenta allí, al ver la sonrisa de la otra, rae la odiaba muchísimo más de lo que creía. Al advertir que Bartolomé estaba en su escritorio con la puerta abierta, se acercó a Mar, y comenzó a hablarle, dándole a entender que conocía su secreto. —Tan calladita vos, quién diría, ¿no? —¿Quién diría qué? —respondió Mar, beligerante. —No hace falta que disimules conmigo... conozco tu secretito —dijo Tefi levantando la voz. Barto las oyó hablar desde su escritorio y paró la oreja. —No sé de qué hablas —disimuló Mar. —De tu noviazgo —dijo Tefi. 321Mar se apresuró a negar, pero Tefi continuó, sabía p fectamente cómo hacerla saltar. —Bah, noviazgo... chape. O sea, es obvio que ni ahi das para novia, se está sacando las ganas un rato. Mar la miró con profundo odio. Tefi sonrió. —¿Vos también te sacas las ganas un rato, no? O s< obvio que vos y él jamás van a llegar a nada —arremetió c rencor y la miró—. ¿Acaso vos pensás que sos la novia verdad? ¿Vos crees que él te ve así? Obvio que no, es mí en el colegio sale con una chica distinta cada día. —Mentira —dijo Mar y trató de contenerse, de no habí más. —Ay, me muero, pobrecita... ¿Te hizo el novio y le creí te? ¡Ay, pohre, sos re mucama engañada! —Yo soy la novia —dijo Mar apretando los dientes. —Sí, veo que vos te crees la novia. Pero él no es tu novio. —Es mi novio. —No, mi vida, no. —¡Es mi novio! —gritó Mar, y se quedó dura al ver a Bai tolomé apoyado en el marco de la puerta del escritorio. —¿Quién, Marita, quién es tu novio? Mar se quedó demudada, y se maldijo por haber caído e la trampa que le había tendido Tefi. Sintió algo de alivio cuand vio bajar las escaleras a Thiago, él podría ayudarla a sortea esa complicación, o al menos acompañarla a enfrentarla jun tos. Thiago vio la tensión que había allí abajo, y preguntó: —¿Pasa algo? —No, acá Marita nos está contando que está de novia.. Thiago miró absorto a Mar, que lo miró angustiada. —Yo no... o sea... —Marita, ¿no crees que siendo tu tutor y/o encargado tengo que saber estas cositas? Si estás noviando, lo tengc que saber, che..., por ejemplo, ¿con quién? —No, es que... o sea, no es que estoy de novia, o sea... —Gritaste «es mi novio» —continuó Bartolomé. Thiago miró a Mar, extrañado. Luego vio la sutil sonrisita de Tefi, y algo imaginó de lo que había ocurrido. 322 —¿Quién es tu novio? —volvió a preguntar Bartolomé. —Rama —mintió Mar, totalmente acorralada, y con tan mala suerte que en ese momento Rama entró desde la calle. —Así que Ramita... —exclamó Bartolomé. Rama lo miró extrañado. —¿Qué pasa conmigo? —dijo éste. —No, que acá Manta me está contando el secretito que se tenían guardado, che... —¿Qué secretito? —dijo Rama y miró a Mar, que bajó la cabeza. —Se lo tuve que contar, Rama... —dijo ella sintiéndose horrible. —¿Qué cosa? —¡Que son novios, che! —¡¿Quiénes?! —exclamó Rama ya un tanto irritado. —¿Cómo quiénes? Vos y ella —dijo Bartolomé—. ¿O no es cierto? Rama miró a Mar, que apenas lo miraba. Observó a Thiago, que con un gesto imperceptible le pidió que se sumara a la mentira. Aunque Rama no tenía la confirmación, suponía que Mar y Thiago estaban viéndose en secreto, y adivinó que la mentira de Mar era para ocultar eso. Le provocó un profundo dolor que justamente lo hubiera usado a él para disimular, sin embargo, dio un paso hacia ella y pasó un brazo por su hombro. —Sí, es verdad. Mar y yo somos novios... —aseguró y miró a Bartolomé—. Tenemos derecho, ¿no? —Mira qué bien la parejita, che... —dijo Bartolomé escudriñándolos. Luego clavó los ojos en Thiago, y luego en Tefi, que negaba indignada. Y extremó la escena con una provocación abierta. —Bueno, a ver... ¡Un besito de los noviecitos! —No la voy a besar delante de usted —dijo Rama, ofuscado, y se retiró, con una enorme angustia y enojo por su forzada complicidad. 323 Pocos días después de haber visitado el tablao Tacho se sorprendió mucho al encontrarse con el anciano en la Fundación, acompañado de un joven moreno y elegantemente vestido. Ambos estaban de pie en la sala de la mansión. —¡Don gitano! —exclamó Tacho absorto—. ¿Qué hace acá? —¡Payo! —exclamó el hombre—. Vine para hablar con el responsable de este lugar. —¿De? —dijo Tacho más intrigado aún. —De tu gitanita... Cuando me dijiste que había una gitana viviendo en un orfanato, lejos de su gente, mandé a mi nieto a averiguar, la descubrió aquí y vio que era bella y casadera. —¿Cómo casadera? —En edad de casarse. Acompaño a mi nieto para pedir en matrimonio a la joven. Ya sabes cómo esto, payo... para casarse con ella, hay que ser gitano. Tacho estaba desesperado. Cuando Bartolomé hizo pasar al anciano y su nieto al escritorio, se acercó para escuchar lo que hablaban. Sin dilaciones el anciano fue al punto: sabían que allí había una joven gitana y la querían como esposa. —¿Ah, sí, che? —respondió Bartolomé. —Entiendo que es huérfana. —¿Pero vos estás noviando con mi gitanita? —preguntó Bartolomé al joven, preocupado de que se le hubiera pasado semejante novedad. —No, no he cruzado palabra con ella —dijo el joven gitano, como si eso fuera un detalle menor. —¿Y te querés casar? —preguntó absorto Bartolomé. Los gitanos lo miraron como si hubiera hecho una pre- 324gunta absurda. Bartolomé los escudriñó y vio todo el oro que llevaban puesto encima, y dedujo, acertadamente, que serían gente de mucho dinero. Vislumbró una posibilidad lucrativa en esa insólita propuesta. —¿Y cómo sería el tema, che? —inquirió—. ¿Hay que preguntarle a ella si quiere? —Por supuesto —aseguró—. La novia gitana debe estar de acuerdo, y luego nosotros arreglaríamos la dote. —Mire qué interesante... Y la dote... en el caso de ella que es huerfanita, ¿con quién la arreglarían? —Con usted, es su tutor, ¿no es cierto? —¡Ciertísimo! —dijo Barto. Tacho comprendió que Bartolomé no tendría ningún escrúpulo en vender a Jazmín si podía lograr una buena dote, aunque no tenía idea de lo que significaba esa palabra, entendía que hablaban de dinero. Se acercó más aún a la puerta, para oír lo que ya se había convertido en una negociación. El gitano anciano había anotado una cifra en un papel. Bartolomé la miró y se le cortó la respiración, era mucho más elevada de lo que imaginaba, mucho más de lo que la gitana podía producir para él. «Ya está vendida», pensó, mientras intentaba disimular su excitación para disponerse a negociar. —¿Tan poco? —dijo, dejando en claro que ahí comenzaba un regateo. El gitano se sorprendió ante la reacción de Bartolomé, y se miró con su nieto. —¿Le parece poco? —Bueno, usted vio a mi Jazmincita... yo creo que bien vale una dote mucho más gorda, ¿no? —¿Usted me está pidiendo que suba la dote? —repreguntó el anciano, realmente consternado. —Le estoy diciendo que París bien vale una misa, y mi Jazmincita bien vale un número más digno que ése. Los gitanos volvieron a mirarse muy asombrados, y el anciano tachó el número y escribió uno un poco más alto. 325 —Vamos, vamos... afile el lápiz, ¡che! —exclamó Barto lomé ante el segundo número y el anciano lo miró realmente absorto. Tacho se desesperó, y empezó a pensar a quién recurrir maldiciéndose por haber traído él mismo con su absurda idea a esos gitanos a la casa. Pensó en buscar a Cielo o Nico, cuando de pronto la puerta del escritorio se abrió y Bartolomé indignado echaba a los gitanos. —¡Se van ya mismo, se van! —Vamos a volver por la gitana —advirtió el anciano. —¡Usted no va a volver por ninguna gitana, regresen sus chozas! ¡Se van! Abrió la puerta, los hizo salir, y luego cerró, ofuscadc dando un portazo. Tacho no entendía nada. —¿Qué pasó, don Barto? —se animó a preguntar. —¿Podes creer que estos gitanos roñosos vinieron pedirme la mano de Jazmincita? ¡Qué descaro! ¡Querían arreglar la dote, la plata por ella! —¿Y usted no quiso venderla? —preguntó Tacho perplejo. —¿Qué venderla? ¡Querían que pagara yo! ¿Podes creer que entre los gitanos la dote la pone el padre de la novia? Y salió, refunfuñando por esos mugrientos que le habían hecho perder su tiempo. Tacho empezó a reírse tanto de su infundado temor como del enojo de Bartolomé. Pero al día siguiente Tacho regresaba a la mansión cuando vio una escena que le hizo hervir su sangre paya. A pocos metros de la Fundación, el gitano joven que había acompañado al anciano discutía con Jazmín y forcejeaba con ella sujetándola de un brazo. Tacho corrió, y como un animal salvaje, se tiró encima del gitano, apartándolo de Jazmín. —¡No la vuelvas a tocar! —le dijo apretando los dientes. De pronto el gitano sacó una navaja, ante la que Tacho retrocedió. Jazmín vio el brillo del acero y ahogó un grito de espanto. Y vinieron a su mente trozos sueltos de su pasado familiar. Gritos. Más gritos. Los zapatos de su padre, los 326 zapatos de otro hombre. Olor a cigarro. Un grito desgarrado. Su padre cae. Su madre cae. Sangre. Dolor. Entonces enseguida Jazmín reaccionó y comenzó a gritar, pidiendo ayuda. Tacho miraba al gitano con odio, y ambos empezaron a caminar en círculos, enfrentados, como dos gallos de riña. —¡Fuera! —amenazó el gitano. —Soltá la navaja, si sos tan macho. jflBfe —¡Fuera! —gritó el gitano. iH Y Tacho se le tiró encima. El gitano le hizo una herida U en el brazo con un rápido movimiento de la navaja pero Tacho, más rápido aún, le retorció la mano, lo obligó a soltar el arma, le dio un codazo en la mandíbula, lo derribó y empezó a pegarle sin freno. A duras penas Nico, Rama y Thiago pudieron separarlos cuando acudieron ante los gritos de Jazmín. Apenas le sacaron a Tacho de encima, el gitano huyó. Tacho estaba enajenado. Lo miraba con odio y quiso seguirlo, arrastrando unos metros a los otros que lo frenaban. Nico logró serenarlo, y Jazmín contó lo que había sucedido: el gitano había venido a buscarla, le dijo que ella era gitana y debía vivir entre gitanos. Como ella se negó, el gitano se puso violento y quiso llevarla por la fuerza. A pesar de que la intervención de Tacho era justa, Nico desaprobó que hubiera recurrido a la violencia. —Pero él sacó una navaja —dijo Jazmín justificándolo. Más tarde, mientras Jazmín le curaba la herida, sintió que ningún gitano cuidaría mejor de ella que ese payo. Y se mm enamoró irremediablemente de Tacho cuando él le contó la manera en que esos gitanos habían llegado allí, cuando le habló, con el corazón en la mano, de su deseo de ser gitano para complacerla, para ser digno de ella. Jazmín lo besó con ternura y con pasión. Lo supo en ese momento, y para siempre. Tacho sería el payo de su vida. Y US’ ella, su novia gitana. 327 Capitulo 09 Ganas de volar Había llegado septiembre, y todos estaban influidos por la proximidad de la primavera. El amor del payo y la gitana era cada vez más apasionado, y no perdían la ocasión de demostrarse lo que sentían en cada rincón en el que podían esconderse. Discutían con vehemencia todo el tiempo, y se reconciliaban al instante, con la misma pasión. La complicidad de Rama había liberado a los novios clandestinos de las sospechas de Bartolomé, que, sin embargo, tenía una corazonada de que le mentían. El director había hablado con Mar para reavivar su amenaza, en caso de descubrir que le hubieran mentido, pero ella, envalentonada por el amor y por la primavera inminente, no temía mentirle con descaro. Rama no estaba para nada feliz con el rol que le tocaba en esa mentira, sin embargo se había cansado de ser el pobre chico sufrido, y estaba teniendo su propia rebelión: en secreto, había empezado a estudiar en un colegio nocturno. Cada noche se escapaba de la mansión para asistir a sus clases, donde por fortuna conoció a Brenda, una chica un poco más grande que él, de unos ojos verdes hipnóticos, y con un humor y desparpajo que lo cautivaban. La aparición de Alex había distraído un poco a Cielo de su angustia por los preparativos para el casamiento de Nico y Malvina, que sería el siguiente viernes. Alex resultó ser un hombre encantador, y muy divertido, aunque la extraña amnesia que padecía dificultaba un poco la construcción del vínculo. Él le había contado lo que sabía de su enfermedad: un día había sido encontrado en un parque, totalmente desorientado. Lo único que recordaba era su nombre. Fue trasladado a un hospital, y de allí a la clínica del doctor Ambro- 331 sio, donde descubrieron que había sufrido un fuerte golpe en la cabeza; posiblemente había sido asaltado. Tenía una lesión que le había ocasionado la pérdida total de su memoria, pero ese no era el único síntoma del cuadro, sino que descubrieron además que tenía una disfunción en su memoria temporal. Toda la información que incorporaba la olvidaba a los pocos minutos, o a lo sumo en horas. Algunas veces lograba retener ciertos datos durante un día completo pero al despertar al día siguiente ya los había olvidado. Además de su nombre, recordaba también cómo tocar la guitarra, y era por eso que muchas veces creía estar componiendo una canción, cuando en realidad se trataba de recuerdos borrosos de canciones conocidas. Aunque era algo desesperante, dejaba de preocuparse al olvidar también el diagnóstico médico. Para poder ir reconstruyendo su memoria, habían implementado un sistema de anotaciones: cada cosa importante que iba incorporando la anotaba en un papelito antes de olvidarla. En la habitación de la clínica en la que vivía, tenía un gran cartel donde habían escrito lo que le había ocurrido, el diagnóstico y las instrucciones del tratamiento. A partir de todos los papelitos con anotaciones, cada día intentaba reconstruir lo que le había sucedido, y todo lo que fue viviendo a partir del accidente. Felizmente había logrado algunos avances; ya hacía un tiempo que al despertar recordaba estar amnésico y también la clínica donde se estaba tratando. La relación con Cielo fue creciendo a pesar de esta dificultad. Se veían dos veces por semana, cuando ella concurría a su propio tratamiento en la clínica. También empezaron a hablar por teléfono, y a encontrarse para charlar. Alex había anotado con letra bien grande en sus papeles: «Conocí a Cielo, la chica más hermosa que vi en mi vida, dentro de lo que recuerdo. También es amnésica y somos amigos. Por ahora». En sus charlas, Cielo muchas veces le había contado su dolor por el casamiento de Nico, aunque le pedía que no anotara eso, para no recordarlo al día siguiente. Cuando Cielo le presentó a Alex, Nico había tenido un 332sio, donde descubrieron que había sufrido un fuerte golpe en la cabeza; posiblemente había sido asaltado. Tenía una lesión que le había ocasionado la pérdida total de su memoria, pero ese no era el único síntoma del cuadro, sino que descubrieron además que tenía una disfunción en su memoria temporal. Toda la información que incorporaba la olvidaba a los pocos minutos, o a lo sumo en horas. Algunas veces lograba retener ciertos datos durante un día completo pero al despertar al día siguiente ya los había olvidado. Además de su nombre, recordaba también cómo tocar la guitarra, y era por eso que muchas veces creía estar componiendo una canción, cuando en realidad se trataba de recuerdos borrosos de canciones conocidas. Aunque era algo desesperante, dejaba de preocuparse al olvidar también el diagnóstico médico. Para poder ir reconstruyendo su memoria, habían implementado un sistema de anotaciones: cada cosa importante que iba incorporando la anotaba en un papelito antes de olvidarla. En la habitación de la clínica en la que vivía, tenía un gran cartel donde habían escrito lo que le había ocurrido, el diagnóstico y las instrucciones del tratamiento. A partir de todos los papelitos con anotaciones, cada día intentaba reconstruir lo que le había sucedido, y todo lo que fue viviendo a partir del accidente. Felizmente había logrado algunos avances; ya hacía un tiempo que al despertar recordaba estar amnésico y también la clínica donde se estaba tratando. La relación con Cielo fue creciendo a pesar de esta dificultad. Se veían dos veces por semana, cuando ella concurría a su propio tratamiento en la clínica. También empezaron a hablar por teléfono, y a encontrarse para charlar. Alex había anotado con letra bien grande en sus papeles: «Conocí a Cielo, la chica más hermosa que vi en mi vida, dentro de lo que recuerdo. También es amnésica y somos amigos. Por ahora». En sus charlas, Cielo muchas veces le había contado su dolor por el casamiento de Nico, aunque le pedía que no anotara eso, para no recordarlo al día siguiente. Cuando Cielo le presentó a Alex, Nico había tenido un 332acceso irracional de celos. No pudo denostarlo todo lo que hubiera querido por respeto a su enfermedad, pero odiaba verlos reírse juntos. Lo que más lo exasperó fue cuando Cielo le propuso ofrecerle su loft a Alex cuando él se mudara a la mansión, donde viviría provisoriamente al casarse. Alex ocupaba una habitación de la clínica, y el doctor Ambrosio concordaba con Cielo que eso no ayudaba en su proceso de recuperación. Nico se esforzó por superar los celos, y concentrarse en su elación con Malvina, quien se desbordaba más y más a Tiedida que se acercaba el casamiento. Tanto Nico como Bartolomé estaban tan inmersos en estos menesteres que ninguno se percató de las actividades de Cristóbal y los chiquitos. Por supuesto el pequeño no había olvidado el descubrimiento de la habitación secreta, ni su corazonada respecto e la vinculación de ésta con la isla de Eudamón. Y no se craivocaba. Con la ayuda de Monito, Lleca y Alelí se dispuso confirmar su hipótesis. Pidió a Lleca y Alelí que activaran i totecona mientras él y Monito volverían a la habitación ecreta para comprobar si allí ocurría algo. La puerta trampa bajo el hogar a leña de la cocina había do clausurada y disimulada luego del episodio en que Cielo . había encontrado y casi había descubierto a Luz. Por eso ristóbal y Monito habían llevado a cabo un trabajo de indigencia, espiando a Justina, y finalmente la habían visto escender por una escalera oculta entre las lápidas del equeño cementerio familiar. A Monito le daba un poco de avor descender entre las lápidas, pero Cristóbal estaba ostumbrado; le explicó que las pirámides egipcias eran, i efecto, tumbas, y que no había nada aterrador en ellas. A partir de ese descubrimiento, habían podido regresar a los túneles subterráneos y lograron encontrar el camino ara llegar a la habitación secreta. Una vez en ella, se comucaron a través de walkie talkies con Lleca y Alelí, que espeban instrucciones en el loft, y aunque la señal no era tena, lograron escuchar que Cristóbal les decía: «¡ahora!» Lleca y Alelí abrieron la tapa de la caja de acrílico, y si en sabían por Cristóbal lo que ocurriría, se asustaron 333 mucho cuando todo volvió a vibrar, y pequeños objetos metálicos empezaban a pegarse a las paredes de la caja. Cielo pinchó sin querer a Malvina con un alfiler mientras le probaba el vestido del civil. Tacho y Jazmín se chocaron las frentes mientras se besaban escondidos en el baño de la planta alta. Rama tranquilizó a Brenda, con quien estaba estudiando en ese momento en su cuarto. Le aseguró que esa vibración era algo común en ese lugar. Nico y Bartolomé, que tomaban un café en la cocina, se miraron azorados, y Nico entendió que Cristóbal estaría siguiendo su corazonada. Mar y Thiago estaban escondidos en el altillo de Cielo, y se abrazaron, dándole la espalda al mecanismo del reloj, y no advirtieron que un extraño destello había surgido durante una fracción de segundo en el centro de éste. Frente a la mansión, en el local de la planta baja del loft, el flamante dueño del negocio de antigüedades percibió el punto del cual provenía el temblor y miró intrigado hacia el techo. La vibración y el sonido habían crecido y crecido, y finalmente la totecona volvió a girar con un movimientobrusco, y la punta de la cuña señaló nuevamente hacia la mansión. En ese momento, en la habitación secreta, se abrieron dos paneles de los que revestían las paredes. Cristóbal y Monito vieron atónitos cómo detrás de éstos, en un pequeño nicho, había un cubo transparente, de aspecto y tamaño similar al de un cubo mágico, que giraba sobre su eje, produciendo un zumbido muy agudo y una luminosidad multicolor. Cristóbal, fascinado y orgulloso de sí mismo por haber estado acertado en su corazonada, estiró su mano para tomar el cubo. —¡No lo toques, pancho! —intentó frenarlo Monito. Pero ya era tarde, Cristóbal tocó el cubo y, apenas lo hizo, salió despedido hacia atrás, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, y quedó inconsciente en el piso. 334Muy asustado, Monito intentó reanimarlo, pero Cristóbal no reaccionaba, entonces presionó la pared biblioteca como había visto hacer a Bartolomé, y salió corriendo por el escritorio en busca de ayuda. Desesperado y tartamudeando le informó a Nico lo que había ocurrido, y éste salió disparado hacia la habitación secreta, Bartolomé fue tras él. Pero al llegar se encontraron con Jásper, que estaba reanimando a Cristóbal. —Jásper... ¿qué hace acá? —indagó Bartolomé, azorado. —Hay juguetes que son peligrosos para los niños —dijo el jardinero con su voz profunda e intrigante. Nico examinó a Cristóbal, para asegurarse de que no tenía heridas. —¿Qué pasó, hijo? —La pista, pa... hay una pista... —dijo Cristóbal, débil, señalando el tablero tras el cual había visto el cubo, y que ahora estaba cerrado. —Después me contás, papú —le dijo Nico, apresurándose a llevarlo al loft para que Mogli lo examinara. Mogli era médico sanador en su comunidad. Mogli se irritó cuando tuvo que asegurarle por décima vez a Nicolás que Cristóbal estaba en perfecto estado. Y el niño se impacientaba por hablar de su descubrimiento, pero en ese momento golpearon a la puerta. Mogli abrió, y allí estaba Jásper, que miraba a Nicolás con sus ojos profundos. —Jásper... pase —lo invitó, extrañado, y se quedó mirando a ese hombre con el que casi ni había cruzado palabra, 335 pero le resultaba muy enigmático. Luego agregó: —Muchas gracias por ayudar a Cristóbal. —Pensé que el niño merecía una recompensa después de semejante esfuerzo —dijo el misterioso jardinero, y sacó de su bolsillo una franela que envolvía algo. Cristóbal abrió grandes los ojos cuando Jásper retiró el paño para dejar al descubierto el cubo de cristal que lo había hecho desmayar. Nico, Mogli y Cristóbal lo examinaron de cerca: era completamente transparente, de vidrio, y en cada cara resaltaban extrañas inscripciones. —¿Usted sabe lo que es esto? —preguntó Nico a Jásper. —Como bien adivinó el pequeño investigador, supongo que tiene que ver con lo que buscan. —¿Sabe acaso lo que buscamos? —inquirió Nico muy intrigado. —No es un secreto que busca la isla de Eudamón, ¿verdad? —¿Usted sabe algo de eso? —Yo soy un simple jardinero, pero a pesar de los años que han pasado desde la desaparición física de don Inchausti, aún le guardo lealtad. A Nico le llamó la atención que hubiera dicho «desaparición física» en lugar de muerte. —Don Inchausti me encargó que custodiara lo que guardaba en esa habitación secreta —continuó Jásper—, pero me pidió que no interfiriera si alguien accedía a sus secretos. Y eso, creo, ocurrió hoy. —¿Inchausti sabía algo de la isla de Eudamón? Jásper se tomó un buen tiempo para responder. Miró muy seriamente, con sus ojos profundos, a Nico, y finalmente reveló. —Lo único que sé es que don Inchausti estuvo allí, y volvió siendo otro. Algunos dicen que se volvió loco... —dijo sonriendo por primera vez, y concluyó—: Para mí siempre será mi amigo. —Cuando dice «estuvo ahí», ¿quiere decir que estuvo en Eudamón? 336—¿Y de qué estamos hablando, señor Bauer? —¿Y por qué algunos dijeron que se volvió loco? —No todos están preparados para llegar a Eudamón y salir sanos —concluyó Jásper. Apenas dos metros debajo de ellos, el propietario del local de antigüedades escuchaba lo que se hablaba en la planta alta, a través del ducto de ventilación que conectaba el local con el loft. Jásper no dijo más aquella noche, pero los dejó en un estado de euforia y excitación que les duró varias horas. Nunca se habían sentido más cerca de la isla de Eudamón. Estuvieron examinando el cubo hasta entrada la madrugada, pero no hallaron nada significativo, más que algunas palabras inscriptas en prunio antiguo sobre las caras del cubo. Habían podido identificar y traducir una frase que significaba: «El palacio de los tres reyes». Alrededor de las cuatro de la madrugada los venció el sueño, guardaron en una caja fuerte el cubo, y se fueron a dormir. Nico acompañó a Cristóbal hasta el entrepiso, donde solía dormir, y lo arropó, felicitándolo por haber seguido su corazonada. Veinte minutos más tarde, cuando todos dormían, se oyeron de pronto un fuerte estruendo, algunos susurros y ruidos de pasos. Mogli pegó un salto, alerta, como un animal salvaje, despertando a Nicolás, que encendió rápidamente una luz. Dentro del loft había tres hombres vestidos íntegramente de negro, encapuchados y armados. Nico estaba paralizado y Mogli tuvo el instinto de correr a proteger a Cristóbal, pero apuntándolo le ordenaron que no se moviera, mientras uno de los matones bajaba a Cristóbal del entrepiso, y otro le acercó un celular a Nicolás. —Te van a hablar —dijo el matón. —Está bien, pero bajá el arma. Bajen las armas. El matón lo ignoró y digitó algo en el celular. De inmediato se oyó una voz muy grave, evidentemente procesada con un modificador de voz. 337 —Bauer, te habla Marcos Ibarlucía. —¿Qué querés, basura? —dijo Nico comenzando a comprender lo que estaba ocurriendo. —Estando Cristóbal presente, creo que no te conviene provocarme, a no ser que quieras que algunos secretos salgan a la luz. Nico miró a Cristóbal, que lo miraba sin comprender, asustado, y con la respiración ya entrecortada. —¿Qué querés? —dijo Nico, contenido. —Sé que encontraste un objeto de cristal macizo, en forma de cubo. Quiero que se lo entregues a mis hombres. Nicolás comprendió que no tenía alternativa, y entregó a los matones el cubo de cristal. —Lo tenemos, señor —informaron por el celular. —Perfecto. Tráiganlo —contestó desde su local de antigüedades el propietario cuyo verdadero nombre no era James Jones, sino Marcos Ibarlucía. 338 —Bauer, te habla Marcos Ibarlucía. —¿Qué querés, basura? —dijo Nico comenzando a comprender lo que estaba ocurriendo. —Estando Cristóbal presente, creo que no te conviene provocarme, a no ser que quieras que algunos secretos salgan a la luz. Nico miró a Cristóbal, que lo miraba sin comprender, asustado, y con la respiración ya entrecortada. —¿Qué querés? —dijo Nico, contenido. —Sé que encontraste un objeto de cristal macizo, en forma de cubo. Quiero que se lo entregues a mis hombres. Nicolás comprendió que no tenía alternativa, y entregó a los matones el cubo de cristal. —Lo tenemos, señor —informaron por el celular. —Perfecto. Tráiganlo —contestó desde su local de antigüedades el propietario cuyo verdadero nombre no era James Jones, sino Marcos Ibarlucía. 338Los matones bajaron del loft y se dirigieron hacia un auto negro, con vidrios polarizados, donde ya los esperaba Marcos Ibarlucía. Uno condujo el auto, mientras Marcos examinaba la pieza de cristal que había robado. En realidad, no la examinaba buscando la información que contenía sino que, conociendo a Bauer, suponía que éste podría haberle puesto un rastreador al objeto antes de entregarlo. Y no se equivocaba, encontró en una de las caras un pequeño chip que Nico había pegado con el objetivo de poder rastrear el objeto. Marcos lo removió y lo arrojó por la ventanilla. Sólo para fastidiarlo, tomó el teléfono y lo llamó, activando el modificador de voz. —Bauer... sos tan básico —dijo Ibarlucía. —Y vos tan cobarde —respondió Nico—. No sólo no das la cara, sino que mandas matones armados para robarme... ¿Por qué no venís vos? —Te encantaría conocerme la cara, ¿no? —Yo creo que la voy a conocer en breve —respondió Nicolás, y Marcos se rio. Cortó el teléfono y frenaron junto a una camioneta. Los secuaces se bajaron y se marcharon en el vehículo, y Marcos continuó en su auto, hasta el puerto, donde tenía amarrado el yate en el que vivía. Permaneció unos cuantos minutos en el auto, examinando con fascinación el cubo de cristal. Tomó una lupa y comenzó a examinar detenidamente las inscripciones, pero de pronto algo le llamó mucho la atención: en una ranura de unas de las caras, había un objeto metálico pequeñísimo encastrado. Lo removió y lo observó con detenimiento, y de pronto tuvo un sobresalto. Bauer había puesto un rastreador, pero no era el que había remo- 339 vido. El que tiró por la ventanilla era un simple señuelo, y el que tenía en ese preciso momento en sus manos era el verdadero rastreador. Miró por el espejo retrovisor del auto y se quedó perplejo al ver que algunos metros detrás de su auto acaba de estacionar el jeep de Nico. Aunque aún no había amanecido, pudo distinguir la silueta de Bauer recortada sobre el jeep. Ibarlucía no tenía escapatoria; no podía huir en su auto ya que el jeep le obstruía la salida del estacionamiento del amarradero del puerto. Miró la parte trasera del auto, donde tenía algunas de las antigüedades del negocio que había abierto como fachada para poder espiar a Bauer. Entre los objetos divisó una antigua máscara de Gilgamesh, el mitológico rey de Babilonia. Mientras tanto Nicolás ya había bajado del jeep y avanzaba lentamente hacia él. Se colocó la máscara para ocultar su rostro, se guardó el cubo en un bolsillo, y sacó un arma de la guantera pero, cuando fue a descender del auto, notó que había perdido de vista a Bauer. Y cuando estaba por asomarse nuevamente sintió cómo una mano le sujetaba la suya, en la que tenía el arma. Con un rápido movimiento Nico lo obligó a soltarla y se trabaron en una lucha. Ibarlucía era millonario y muy poderoso, pero a la hora de la fuerza física, funcionaba de manera bastante pusilánime. Poco le costó a Nicolás reducirlo y sujetarlo, boca arriba, en el piso. —Parece que no soy tan básico, Ibarlucía —dijo Nico con satisfacción—. El básico fuiste vos que te creíste el rastreador señuelo. Y parece que al final te voy a ver la cara... Te voy a sacar la máscara, payaso. Y se dispuso a quitarle la máscara, pero en ese momento la linterna del cuidador del estacionamiento los iluminó. Nico se distrajo e Ibarlucía le pegó tal rodillazo en la entrepierna que lo hizo contraer de dolor. Entonces Ibarlucía aprovechó para escapar, pero Nico se tiró tras él y consiguió taclearlo. Al caer, el cubo de cristal salió despedido del bolsillo del saco de Marcos. Nico quiso alcanzarlo, pero Ibarlucía lo agarró 340 primero, y corrió hacia el perímetro del estacionamiento que ¿aba al río. Nico lo siguió y vio que Ibarlucía extendía su :razo con el cubo hacia el río. Comprendió de inmediato sus atenciones. Sólo le quedaba elegir entre Ibarlucía o el cubo. Su enemigo sabía que él, ante todo, era un arqueólogo empedernido, de modo que arrojó el cubo al agua y Nico se tiró ras él. Los primeros destellos del amanecer le permitieron encontrar el cubo, que felizmente flotaba; pero había perdido la posibilidad de desenmascarar a su contrincante. 341
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